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Una propuesta imprudente: Foucault, la histerización y la “segunda violación”

Laura Hengehold*

Traducción de Martha Rodríguez Bustamante

 

En el contexto de los debates feministas acerca de si la violación debe ser considerada un delito sexual o una forma de agresión, este artículo analiza las sugerencias que Foucault hiciera en 1977 en relación con la reforma de la legislación francesa sobre violación. Cuando se la considera una matriz disciplinaria con efectos tanto físicos como discursivos, la violación (y el juicio por violación) contribuyen claramente a la “histerización” de las mujeres mediante la producción de confesiones de las querellantes tendientes a demostrar una supuesta falta de autoconocimiento.

 

En muchos aspectos, el pensamiento social de Michel Foucault es una rica fuente para la teoría feminista. Su rechazo de la noción de subjetividad autónoma proporciona una perspectiva desde la cual criticar la idea de que la subjetividad de las mujeres es inusitada y patológicamente incoherente o carente de autonomía. Su argumentación acerca de que la producción de conocimiento concerniente a la sexualidad y el establecimiento de la subjetividad discursiva son dos tentativas históricas que se apoyan mutuamente permite a las feministas identificar las instituciones culturales que forman y definen no sólo nuestros conceptos sexuales, sino también nuestra idea de lo que resulta una confesión válida o autorizada. Asimismo, la investigación de Foucault sobre las prácticas que fomentan o institucionalizan formas específicas de discurso pone de manifiesto los criterios performativos que distinguen un pronunciamiento autorizado de la histeria. Por último, su constante afirmación de que el poder/saber es siempre productivo más que meramente opresivo permite a las feministas teorizar sobre la relación entre la corporeidad vivida, practicada, y el significado social del cuerpo, tanto como identificar los puntos en que el poder actuante en la identificación/ producción de la fisiología “de las mujeres” podría ser enjuiciado por las subjetividades resultantes de este proceso.[1]

Considerando estas valiosas intuiciones, la aplicación que Foucault hace de su propia teoría de la sexualidad puede parecer inusualmente conservadora desde un punto de vista feminista (de Lauretis 1987, 36). Un ejemplo de ello, al cual algunas feministas han prestado atención, es su conocido llamamiento a la “desexualización” de la violación, formulado en 1977 durante una entrevista con el periódico francés Change.[2] Su sugerencia para que, en la violación, la ley castigue “sólo la violencia” y deje libre de interferencia estatal el “sexo”, lo involucra en los actuales debates feministas sobre las estrategias legales y las perspectivas educacionales en torno a la violencia sexual, pero también sugiere implícitamente que la legislación al respecto debería proteger la expresión sexual de los violadores más que la de sus víctimas. En realidad, la producción teórica de Foucault en torno a la interdependencia de coerción, disciplina y producción de discurso verídico en el ejercicio del poder social y estatal proporciona los fundamentos para un análisis de la violación y de la legislación al respecto más sustancial de lo que el propio filósofo parece suponer en este caso. Más que una separación entre “sexo” y “violencia”, podría haberse esperado un análisis foucaultiano de la violación para investigar los medios por los cuales la violación y el proceso judicial respectivo refuerzan una formación discursiva que muestra a las mujeres como menos coherentes que los hombres, de los cuales se diferencian por su condición de víctimas.

En una conocida crítica a los comentarios que Foucault hace en este diálogo, la feminista francesa Monique Plaza sostiene que la violación es sexual precisamente en tanto “opone hombres y mujeres..., esencialmente porque se sitúa en la diferencia propiamente social entre los sexos” (1981, 29). En este artículo quisiera ampliar la crítica de Plaza, explorando el modo en el que la violación y el juicio por violación contribuyen al despliegue de la sexualidad presentando a las mujeres como “histéricas”. De acuerdo con Carol Smart, el juicio por violación “construye una categoría de Mujer como si fuera una unidad. La mujer individual que ha sido violada es subsumida en esta categoría única de Mujer que es conocida como caprichosa y mendaz” (1989, 42). No me intereso entonces en la condición de la violación como acto de violencia o expresión de poder físico sino en su contribución al terreno del conocimiento, en el papel que desempeña en la fundamentación de una forma particular de discurso y de subjetividad generizada. ¿Cómo “histeriza” la violación a las mujeres, tanto en la mentalidad de los hombres como en el de muchas mujeres agredidas, al provocar y disciplinar actos de confesión?[3]

I. La “estrategia” de la desexualización

En un número de Change (1977a), Foucault discutió algunas propuestas de reforma a las leyes concernientes a la sexualidad, a pedido de una comisión de reforma del código penal francés. Las posibles reformas incluían la reclasificación de la violación como mero delito de violencia más que como injuria sexual. Superficialmente, la estrategia se asemeja a la demanda de algunas feministas norteamericanas (tales como Susan Brownmiller 1975) para que la violación fuera reconsiderada como una genuina agresión y no como un acto sexual, con las connotaciones de placer asociadas a él. En el contexto de la discusión de Change, sin embargo, más que combatir supuestos públicos concernientes a la naturaleza esencialmente inocua de la violación, la estrategia respondía al propósito de rechazar la inscripción disciplinante del sexo bajo el cuerpo social, como un texto omnipresente y peligroso, intensamente concentrado y mediatizado a través de los cuerpos de los delincuentes sexuales. A pesar de ello, tal “liberalización” de la sexualidad con respecto al contexto punitivo (a diferencia de la propuesta por Brownmiller), beneficiaría prácticamente sólo a los hombres, tal como lo puntualizaba Monique Plaza, en su aguda crítica de la discusión de Change (1981). En tanto las mujeres son las personas más directamente afectadas por la violación (y por la legislación pertinente, por extensión), parece poco prudente que los teóricos varones elijan esta legislación como el campo de batalla inicial para su contradespliegue del poder/saber, en nombre de una sociedad (aparentemente) no generizada. Como señala Teresa de Lauretis en Technologies of Gender, “pronunciarse, en nuestra sociedad, contra la penalización y la represión sexuales es apoyar la opresión sexual de las mujeres o, mejor dicho, es apoyar las prácticas y las instituciones que producen la ‘mujer’ en términos de sexo, y luego su opresión en términos de género” (1987,37).

Es importante reconocer, desde el principio, tanto la ambivalencia de Foucault en lo concerniente a la “desexualización” como el largo debate interno de la comunidad feminista acerca de si la violación debe ser considerada un delito de mera violencia o una expresión delictiva de la sexualidad”.[4] Aunque Foucault nunca suscribe realmente la estrategia de la desexualización, tampoco la rechaza, e incluso contempla la posibilidad de eliminar la violación de la ley penal y transformarla en un delito civil, punible con fuertes multas. Foucault reconoce la oposición de las feministas a la desexualización, pero no le convencen sus argumentos acerca de por qué la violación debería ser considerada más que una forma de violencia física, esto es, acerca de por qué la sexualidad, en tanto “localizada” en los órganos sexuales, debería ser “protegida, comprendida y limitada en todo caso en la legislación más que lo que pertenece al resto del cuerpo” (1988a, 202). En alusión a la política del sexólogo Wilhem Reich, con quien había discrepado en su Historia de la sexualidad (1978), Foucault observa:

Siempre se puede producir el discurso teórico que equivalga a decir: en ningún caso, bajo ninguna circunstancia, la sexualidad puede ser objeto de punición. Y que, cuando se castiga la violación, debería castigarse la violencia física y nada más que eso. Que la violación no es otra cosa que un acto de agresión; que no hay diferencia, en principio, entre golpear la cara de alguien con el puño o su sexo con el pene... Pero, desde luego, no estoy seguro en absoluto de que las mujeres estarán de acuerdo con esto (1988a, 200).

En efecto, las mujeres participantes del debate no lo están y toman como ejemplo el trauma y la parálisis sexual subsiguiente de los niños violados. De tal modo, la discusión se polariza en torno a la cuestión de si un acto sexual puede ser legítimamente blanco del castigo estatal qua acto sexual y a la cuestión de si el trauma psíquico peculiar a la violación puede ser considerado legalmente comparable a los efectos de la violencia. Como señala crudamente Jean-Pierre Faye (otro de los parti‑ cipantes del debate de Change), “desde el punto de vista de la liberación de las mujeres, uno está del lado de la ‘anti-violación’. Y desde el punto de vista de la anti-represión, ocurre lo contrario. ¿Es esto correcto?” (Foucault, 1988a, 201). Desgraciadamente, las mujeres intervinientes en la discusión defendieron débilmente su posición cuando tenía que ver con mujeres adultas, razón por la cual gran parte de la discusión se centró en la violación de niños. No sabemos si su vacilación surge de su simpatía por el punto de vista reichiano de Faye o (como Plaza sugiere) de la intimidación, o si refleja la importancia de ciertas consideraciones políticas supuestas en la perspectiva de Foucault acerca de la legislación sexual. En todo caso, es instructivo considerar por qué Foucault pudo haber sostenido tal posición y preguntar si su propia teoría de la sexualidad podría sustentar los argumentos de las feministas que afirman que la violación no puede ser considerada únicamente como una forma de violencia física.

II. Violación y diferencia sexual

En primer término, es necesario enfocar la comprensión de la diferencia sexual implícita en la estrategia de “desexualización” de Foucault. Importa porque el propósito de castigar en la violación “sólo la violencia” está afectado por el supuesto de que la violación, como muchos otros delitos violentos, es genéricamente neutral. Además, su elección de la violación como un lugar de resistencia a la supervisión y castigo de prácticas sexuales antes anónimas implica que, con anterioridad a su inserción en el aparato jurídico-discursivo, la violación misma es un acto “no construido”.

En Historia de la sexualidad Foucault argumenta que “el punto de reunión para el contraataque contra el despliegue de la sexualidad debería ser no el deseo sexual sino cuerpos y placeres” (1978, 157). Teresa de Lauretis observa, sin embargo, que deja sin explicación cómo “cuerpos y placeres” son construidos de modos diversos a partir del “deseo sexual”, y que, de hecho, el lector se queda con la impresión de que cuerpos y placeres preceden al campo del orden discursivo o existen más allá de él (de Lauretis 1987, 36). Si, como sostiene Plaza, Foucault acaba inconscientemente defendiendo a los violadores en nombre de “cuerpos y placeres”, implícitamente limita el “placer” al placer de los hombres. Además, él supone que los “hombres” son el blanco principal del despliegue de la sexualidad y que son, por lo tanto, las personas que necesitan protección frente a la inquisición de que son objeto. Por ejemplo, de acuerdo con Historia de la sexualidad, tanto la creación del “perverso” como el cultivo de todo lo concerniente a la sexualidad infantil son formas del despliegue de la sexualidad. Más aún, trae a colación al pederasta Jouy, como ejemplo de un tipo sexual estudiado recientemente, más que a los niños cuyo trauma o cuya temprana iniciación les pudo haber creado conflictos con expectativas sociales o internas en lo concerniente a la práctica del placer, o cuyas experiencias sexuales fueron sobredeterminadas y estudiadas debido a la pedagogización de la sexualidad infantil (de Lauretis 1987, 36, n. 3). De igual modo, aunque Foucault identifica la histerización de las mujeres como una de las cuatro estrategias unificadas en el despliegue del poder/saber sexual, parece no considerar que la violación pueda ser el instrumento primordial de su “histerización”.

Algunas feministas (Hartsock 1990; Bunting 1992; Eisenstein 1988) han manifestado su opinión de que el énfasis de Foucault sobre el poder como circulante a través de todo el cuerpo social más que como ejercido jerárquicamente por un grupo contra otro, no explica de manera suficiente cómo “se concentra y ejerce en detrimento de ciertos grupos sociales, incluyendo las mujeres” (Bunting 1992, 833). En otras palabras, aun si se crea un grupo social subordinado como resultado de un otorgamiento de poder, ¿por qué sus miembros son sistemáticamente frustrados, al ejercer esa investidura en su propio beneficio? Otras, como Loys McNay (1991) y Sandra Bartky (1988), discuten las maneras en que la recurrente ceguera de Foucault respecto de los efectos genéricos específicos de las instituciones disciplinarias omite la cuestión de la construcción de la femineidad per se como categoría disciplinaria. “Es una tremenda ironía ─comenta Bunting─ que en un tratado de tres volúmenes dedicado a la historia de la sexualidad Foucault reconozca apenas la naturaleza generizada del discurso occidental sobre la sexualidad, y que sea partícipe él mismo de esta larga tradición de discursos con dominancia masculina” (1992, 835).

Judith Butler alega que la diferencia sexual es abordada a través del análisis de Foucault del despliegue de la sexualidad (1987, 137). Sin embargo, a despecho de la insistencia de Foucault en que los hechos de la morfología genital no implican la existencia del sexo “en sí mismo”, su desatención a los efectos específicamente genéricos de la tecnología disciplinante ha llevado a de Lauretis a sugerir que la noción foucaultiana de sexualidad “no se entiende como generizada, con una forma masculina y una forma femenina, sino que se la toma como una y la misma para todos, y en consecuencia masculina... De tal modo, aun cuando se localiza en el cuerpo de la mujer (visto, según Foucault, ‘como íntegramente saturado de sexualidad’ [1987, 104]), la sexualidad es percibida como atributo o propiedad del varón” (1987, 14). Por lo tanto, la diferencia sexual se considera accidental o irrelevante en relación con la circulación del poder como sexualidad. Esta formulación ayuda a conferir sentido a la aparente creencia de Foucault de que la sexualidad masculina debe ser contenida para facilitar la contención de la sexualidad en general. Pero esto es claramente erróneo: el intento de definir la violación como acto de violencia cuyo aspecto sexual se considera natural o accidental ignora el hecho de que las violaciones son perpetradas casi enteramente por hombres contra mujeres (Estrich 1987, 22). Asimismo, dicho intento parece juzgar el componente “sexual” de la violación, la penetración, como un acto “natural”, que, en otras circunstancias, las mujeres considerarían favorablemente. Por lo tanto, refuerza la creencia de que hombres y mujeres son “naturalmente” heterosexuales, aunque existan muchas mujeres que no experimentan en absoluto la relación sexual con los hombres como “sexual” (i. e., placentero).

III. ¿Violencia o sexo?

La comunidad feminista mantiene un debate histórico acerca de si es más eficaz políticamente y teóricamente más fructífero considerar la violación como delito de violencia o como una manifestación extrema de sexualidad. El hecho de que las víctimas de violación, a diferencia de las víctimas de otros delitos de agresión, sean, en forma tan desproporcionada, mujeres, obliga a considerar el papel de la violación como un síntoma estructural de desigualdad genérica. En segundo lugar, como ponen en claro tanto Plaza como la experta en violación Susan Estrich, es mucho más difícil obtener evidencia corroborativa en el caso de la violación que en el ca­so de otros delitos de violencia (Plaza 1981, 30; Estrich 1987, 21). Plaza parodia la sugerencia de Foucault de que la demandante simplemente denuncie daños por la agresión de la que ha sido víctima:

─La señora Y, presenta cargos; dice: he sido agraviada por el señor X (ya que una no es violada, la violación no existe). Ella ha hecho constar esos agravios. Y entonces comienza la ronda de preguntas: “Pero usted no tiene lesiones. ¿Dónde está el esperma? ¿No consintió usted? ¿Dónde están sus testigos?”

─El señor Z presenta cargos: recibió un puñetazo en la cara, dado por el señor X (el mismo agresor X). Muestra su ojo, negro. ¿Le preguntarán si, por casualidad, consintió? ¿Tratarán de tomar fragmentos de piel de la marca del puño que presenta el señor Z? (1981, 30)

Por supuesto, no todas las violaciones suponen violencia. En muchos casos, las mujeres (sensiblemente) rehuyen el riesgo de violencia y acceden a las demandas de sus atacantes. Algunas leyes sobre violación en los Estados Unidos, que fueron reformadas para reflejar el modelo de “la violación es violencia”, sin darse cuenta han vuelto imposible encausar las violaciones en las que no intervino violencia (por ejemplo, State v. Alston) (Estrich 1987, 60-63)[5]. Cuando el patrón de fuerza se amplía para incluir amenazas u otras formas de coerción, surge la cuestión de hasta qué punto una mujer “razonable” podría haber estado tan atemorizada por una determinada amenaza que su eventual conformidad sólo podría haber sido resultado del temor más que un genuino consentimiento (Estrich 1987, 67). De ese modo, los intentos para reformar la ley de violación centrándose en el elemento de violencia pueden concluir con el establecimiento de un patrón ideal de resistencia y fuerza razonables que es difícil (a menudo imposible) que la mujer pueda satisfacer (Estrich 1987, 67). Por último, los argumentos según los cuales las mujeres se sentirían menos victimizadas por la violación si la sociedad sólo aprendiese a ver la violación como una forma más de agresión entrañan el riesgo de trivializar violaciones no violentas. De acuerdo con un teórico legista, “cuando se le preguntó si una mujer podía alegar defensa propia en el caso de que matara a su violador durante el ataque, un jurado respondió: ‘No, porque el tipo no está tratando de matarla. Sólo está tratando de acostarse con ella y de hacerle pasar un buen momento’” (Tong 1984, 119). Hay ecos de esta perspectiva en el argumento de Foucault de que “sólo la violencia”, y no el sexo, debería ser castigada en los casos de violación.

Ante todo, la propuesta de Foucault de considerar la violación como “un golpe en la cara” (1988a, 202) no sólo desestima groseramente el trauma psíquico y físico que la violación impone a las mujeres; ignora también el impacto potencial de la violación como una práctica ─y no como una categoría delictiva─ en las estructuras comunicativas de una sociedad de dominio masculino. Porque de acuerdo con la propia teoría foucaultiana de las relaciones sociales, ningún discurso, como la sexología, la criminología o la ley, se produce como verdadero sin ejercicio de poder, y ningún ejercicio de poder, tal como la violencia sistemática contra las mujeres, puede sobrevivir si no contribuye a un discurso que lo legitima y lo hace verdadero y es apoyado por él (1980, 93). Considerar a la violación pura y exclusivamente como una agresión física es desconocer el papel que la violación puede tener en la producción o el mantenimiento de un régimen discursivo particular. De hecho, la violación y el proceso legal que le da una forma pública y la inscribe en el discurso funcionan conjuntamente como prácticas que obligan a las mujeres a presentar una subjetividad inadecuada, histérica, en comparación con la cual el discurso y la subjetividad de los hombres se presentan como mucho más estables y razonables. Asimismo, el “sexo” y la “violencia” en la violación son reconocidos y conformados en contextos discursivos tales como la ley y la psiquiatría.

IV. La violencia del discurso

En armonía con la creencia de Foucault de que en el período moderno la ley se legitima no tanto en el soberano derecho del gobernante como en la consideración de la salud del estado, Annie Bunting comenta que “los elementos represivos de la ley como derecho soberano deben ser des-enfatizados en favor de un análisis de sus funciones constructivas, tales como disciplina, vigilancia, normalización y un discurso de poder/saber” (1992, 838). Resulta así de la mayor importancia entender la manera en que la ley sobre violación (y la institución de la violación que ella define y dirige, castigando ciertos actos y no otros) es crucial para comprender el despliegue de la sexualidad. Como sostiene Judith Butler, en la ley sobre violación “la política de la violencia opera a través de la regulación de lo que podrá y no podrá aparecer como un efecto de violencia. Hay, pues, ya en esta selección una violencia operante, un señalamiento anticipado de lo que se ubicará o no se ubicará bajo los rasgos de ‘violación’” (1991, 162). Lo más significativo para su función como una tecnología del género no es la violencia de la violación per se sino las implicancias de la violación y de la ley pertinente para la construcción de la subjetividad, de la racionalidad adecuada, y de las definiciones de violencia, aunque la violencia pueda ser lo más significativo para algunas víctimas.

En un ensayo titulado “Verdad y poder”, Foucault escribe que “cada sociedad tiene su régimen de verdad... esto es, los tipos de discurso que admite y hace funcionar como verdaderos, los mecanismos e instancias que permiten a cualquiera distinguir enunciados verdaderos y falsos, los medios por los que cada una de ellos es sancionado, las técnicas y procedimientos reconocidos como valiosos en la adquisición de la verdad, la condición social de los responsables de determinar lo que cuenta como verdadero” (1980, 131). La ley funciona como una forma de poder/saber a través de la licitación de confesiones en la corte, admitiendo, entonces, algunas cosas como razonables y considerando a otras como injustas. Pero la ley sobre violación sólo admite que ciertos tipos de relatos cuenten como violaciones. Entre los relatos que se descartan están aquellos de muchas mujeres negras violadas por hombres negros o blancos, de mujeres violadas por conocidos, maridos o amantes, de violaciones que no comportan violencia obvia, y, en muchas jurisdicciones, de violación homosexual de hombres y de niños varones. “A una mujer no se le permite contar su propia historia de violación; sólo lo que se considera relevante en términos legales tendrá alguna influencia” (Smart 1989, 33). El proceso legal estructura la violencia de la violación no sólo por la identificación retrospectiva de algunos actos como violentos y otros como “normales”; también obliga a muchas mujeres a redefinir lo que fue “significativo” en su experiencia para poder testimoniar exitosamente; y a menudo acrecienta el sentimiento de violación y la falta de confianza en sí mismas iniciados con la violación física. Las exigencias de resistencia física, las repreguntas y el uso de la pericia psiquiátrica por parte de la acusación como de la defensa, llevan forzosamente a una comparación entre la víctima de violación y el “hombre razonable”, ejemplificado por las respetables y autorizadas voces del juez, los abogados y, potencialmente, el acusado.

El patrón de resistencia al que, en muchas jurisdicciones, deben conformarse las víctimas de violación para que su experiencia cuente como “verdadera violación” es un ejemplo del requerimiento y estructuración de la violencia por parte de la ley, que ilustra los problemas que comporta la perspectiva de “sólo la violencia”. Susan Estrich explica que cuando la viabilidad del relato en tanto relato de violación descansa en la violencia, los patrones que se aplican están tomados de las expectativas de los hombres de lo que constituye una amenaza o una respuesta razonable a la violencia. Los requerimientos de “resistencia adecuada”, o su pariente próxima, la “presencia de fuerza” exige que las mujeres no sean “mariconas”, que se defiendan a sí mismas tan seria y efectivamente como los hombres imaginan que ellos lo harían si se vieran en circunstancias similares, aunque pocos hombres probablemente hayan considerado la posibilidad (Es­trich 1987, 60-62).

Asimismo, la incoherencia en la que a menudo se hace caer a muchas mujeres en el estrado de los testigos resulta desfavorablemente comparada con la coherencia que se supone que los hombres exhibirían si tuvieran que asumir la tarea de explicar su propia violación al público. Mientras que las mujeres saben con certeza cuándo desean y cuándo no desean que se produzca una relación sexual, “el ‘relato’ de una historia de violación o de abuso inevitablemente revela ambigüedades... El lenguaje que [una sobreviviente a la violación] usará para explicar su experiencia se verá como imperfecto y puede introducir ‘ambigüedades’ que impliquen inmediatamente que ella es culpable [sic] de consentimiento” (Smart 1989, 34-35). Aunque Estrich afirma que “la acusación corre con el peso de probar la culpabilidad más allá de una duda razonable”, también advierte que los jurados pueden “requerir más de lo que una víctima puede procurar, que considerarán que su tarea es exigirle una consistencia tan perfecta en su relato que ni siquiera las víctimas legítimas serán creídas” (1992, 27-28).

El juicio mismo, como un aspecto del fenómeno de violación (al menos en circunstancias “ideales”, en las que el violador sea llevado ante la justicia) se parece no poco a las estructuras “confesionales” que Foucault identificó en el núcleo del despliegue de la sexualidad. Y es la víctima femenina, no el violador acusado, quien se ve obligada a confesar su experiencia sexual y a explorar sus motivaciones sexuales públicamente y con todo detalle. Aunque con el fin de obtener un fallo condenatorio debe probarse que el acusado es culpable de intento de cometer delito de violación, es común que (especialmente en los casos que no comportan fuerza física) el acusado alegue que cometió un error razonable al suponer que la mujer estaba interesada en la actividad sexual. Escribe Dana Berliner:

Puesto que los acusados tienen el derecho de invocar en la defensa de la creencia razonable sin testificar, los jurados evalúan la creencia razonable del acusado sin escucharlo testificar que, de hecho, él creía que la víctima consentía. Más aún, cuando el acusado no testifica, el jurado puede recibir la instrucción de tener en cuenta la defensa de creencia razonable, si el testimonio de la víctima sobre su propia conducta sugiere la posibilidad de un error razonable. Así, la corte se centra en la conducta de la víctima, y no en la creencia subjetiva del acusado de que la víctima consintió (1991, 2694).

Aunque en el juicio indudablemente está en juego la libertad o la vida del acusado, se supone su “razonabilidad”, en contraste con lo que ocurre con la mujer que testifica contra él. En su caso se trata de la hablante en quien se cultiva y disciplina una subjetividad, a través de la estructura de este interrogatorio; se trata de la hablante cuya credibilidad y capacidad para ser percibida y percibirse a sí misma como miembro “razonable” de la sociedad está en juego.

En Historia de la sexualidad y en Vigilar y castigar, Foucault considera las formas de confesión que colocan a quien confiesa en una relación de dependencia jurídico-discursiva con respecto a las instituciones que requieren su confesión como información sociológica y/o ayuda para el autocontrol y la motivación. Quien confiesa se inventa a sí mismo o a sí misma como una subjetividad de acuerdo con el estilo, la lógica explicativa y la perspectiva moral que su oyente juzgará convincentes o sensatos.

La confesión es un ritual de discurso en el que el sujeto hablante es también sujeto de la declaración; es también un ritual que se desarrolla en el seno de una relación de poder, pues nadie confiesa sin la presencia (real o virtual) de otro que no es un simple interlocutor sino la autoridad que exige la confesión, la prescribe y la evalúa e interviene para juzgar, castigar, perdonar, consolar y reconciliar (Foucault 1978, 61-62).

De acuerdo con Delia Dumaresq, “se pone a una mujer individual que es violada en el ámbito de ese discurso que construye una sexualidad ‘intencional’ exigida de indagación” (1981, 56). La subjetividad que una mujer pone en descubierto durante su testimonio ha sido constreñida pero también cultivada por el interrogatorio al que se la somete en cada etapa del proceso penal, tanto como por su propio deseo de comunicar el ultraje, el temor y la necesidad de reparación pública. En el análisis que hace Kristin Bumiller del caso New Bedford, por ejemplo, uno de los fiscales “pensaba que el testimonio [de la víctima] podría contradecir la versión oficial de los oficiales de policía y las declaraciones de testigos”. Por lo tanto, la estrategia de la víctima consistió “no en revelar la historia ‘entera’, sino en construir una narración que le parecía que podía establecer mejor su inocencia” (1990, 133). Sin embargo, los criterios para lograr una confesión exitosa demandan que el/la hablante presente sus intenciones y recuerdos como si estuviesen contenidas en un yo unificado, autotransparente, inclusive en el momento de los hechos. Bajo los efectos de un cerrado interrogatorio o en el desarrollo de un autoexamen meticuloso, aun quienes sostienen una narrativa superficialmente coherente, pueden advertir huecos o inconsistencias (Estrich 1992, 28-29). En el proceso de “sacar afuera” esta ignorancia de sí, la confesión se vuelve una empresa verdaderamente inventiva, productiva, que exhibe la presencia y el ejercicio del poder. Según Foucault, la forma disciplinaria del poder que caracteriza el despliegue de la sexualidad “opera con el fin de incitar, reforzar, controlar, inspeccionar, optimizar y organizar las fuerzas que están bajo él: es un poder inclinado a generar fuerzas, que las incrementa y ordena, más que un poder dedicado a impedirlas, que las hace someterse o las destruye” (1978, 136). El proceso judicial no descalifica la explicación que hace una mujer de sus experiencias sexuales por medio de una negativa a escucharla, ni simplemente poniendo en evidencia y explotando sus puntos débiles, sino cultivando su poder para hablar, obligándola a elaborar su historia en cada etapa del juicio, hasta que, dudosa de sí, retira su demanda, o bien se muestra incoherente en el estrado. Así como el Panóptico de Bentham movilizaba el propio poder de los prisioneros para vigilarse a sí mismos y, consecuentemente, incrementaba la omnipresente eficiencia del aparato carcelario, el despliegue de la sexualidad moviliza el propio deseo de credibilidad de las mujeres y su capacidad de hablar, para generar evidencia de su autocomprensión u honestidad “inferiores” en materia sexual.[6]

La interpretación de la historia sexual según la cual la frecuencia de la violación ha sido ignorada sugiere que el silencio de las mujeres va asociado con la falta de poder, mientras que su voz es símbolo de poder. Esta perspectiva conduce a la suposición de que la víctima sirve a sus propios intereses al contar su historia completa en la sala de juicio. Esto no es verdad, sin embargo, porque no es la percepción de la víctima acerca de su experiencia la que encuadra las preguntas. La víctima en el juicio por violación de Madison, por ejemplo, descubrió que al contar algo más de la historia, en cada etapa del proceso (desde la denuncia policial hasta la corte), dio posibilidad a la defensa de destacar inconsistencias poco importantes (Bumiller 1987, 85).

Es probable que los que se ven obligados a confesar o a dar explicaciones de sí, con frecuencia o en mayor medida que otros, juzguen su desempeño insuficiente respecto de los criterios para elaborar un discurso satisfactorio. Asimismo, quienes escuchan o extraen confesiones de otros, parecen conservar en mayor medida la apariencia de credibilidad o autosuficiencia, aunque sólo sea por el hecho de que no se les exige demostrar la complejidad y coherencia de sus propios “contenidos mentales”. Como señala Foucault, “el ejercicio de dominación no reside en el que habla (en tanto está obligado a hacerlo), sino en el que escucha y no dice nada” (1978, 62). En este sentido, la producción de conocimiento coincide con el ejercicio del poder y es reforzada por él. Aquellos que con menor frecuencia son objeto de vigilancia obtienen el privilegio de determinar qué preguntas se harán y qué categorías se considerarán relevantes, puesto que la coherencia que manifiestan en relación con sus subalternos los identifica claramente como personas dignas de autoridad. Los supuestos del “hombre razonable” sobre lo que constituye resistencia adecuada o una situación atemorizante no son “masculinos”, en el sentido de que reflejan la clase de decisiones que los hombres toman en tales circunstancias o la manera en que los hombres dan sentido retrospectivamente a sus propias experiencias. La cuestión es que los hombres están raramente en esas circunstancias. Si los hombres son considerados como razonables qua “hombres”, se debe, en parte, a que se ha probado conclusivamente la no razonabilidad de algunas mujeres, a través de rituales como la violación y el proceso correspondiente. En tal sentido, pues, la violación ha permitido, en gran medida, el establecimiento de la subjetividad masculina como coherente y autorizada de facto, a través de la producción de las mujeres como histéricas y la consecuente demostración de la importancia de la diferencia sexual en la actividad comunicativa.

V. La segunda violación y la histerización

En la secuela de una agresión sexual, la confianza de una mujer en la credibilidad de su propio discurso y autocomprensión se ve seriamente sacudida. No sólo ocurre que algunos miembros de su comunidad se muestran escépticos respecto de la realidad del ataque; la víctima se pregunta si, de algún modo, no habrá provocado o merecido el ataque, al presentar una identidad inadecuada o visiblemente vulnerable. Las psicólogas Lee Madigan y Nancy Gamble identificaron el escepticismo social y la autodestrucción vividas por muchas víctimas como una “segunda violación”:

Puesto que no está preparada ni advertida sobre la segunda violación, ella siente que debe estar loca. Cree que ha sido abandonada, ignorada e inhumanamente tratada por los demás. Los que la rodean podrían no estar equivocados, de modo que ella comienza a odiarse y a destruirse a sí misma, poniendo en funcionamiento el círculo vicioso de una ulterior victimización, depresión y masoquismo (Madigan y Gamble 1991).[7]

Esta “segunda violación” se formaliza a menudo en los procedimientos judiciales, cuando una testigo que enfrenta las repreguntas con plena fe en su propia autocomprensión sin embargo se encuentra a sí misma incapaz de explicar por qué hizo ciertas cosas o por qué eligió explicarlas de determinada manera. Como la explicación cada vez más prolífica de la víctima difiere más y más con respecto al ideal de una subjetividad autocontrolada, ella se muestra “fuera de sí”, “histérica”, hasta para sí misma. Lacan describe un síntoma como “una metáfora en la que la carne o la función se consideran como un elemento significante” (1977, 166). Tal como un tic nervioso o un síntoma fisiológico, que puede tener una explicación médica o psiquiátrica, pero que no significa nada para el oyente, las palabras que surgen de un hablante de esta clase parecen inconexas con respecto a su pretendido mensaje y no reflejar su deseo de comunicar.

En algunas jurisdicciones de los Estados Unidos y de Inglaterra, las leyes de violación han sido modificadas en un intento de evitar que el testimonio de las víctimas se transforme en una descarga verbal, mediante el recurso de permitir a la acusación introducir la “prueba pericial” de psicólogos o psiquiatras en favor de la víctima. Este testimonio informa al juez y al jurado que ciertas formas de conducta de las supervivientes a una violación, que pueden parecer “irracionales” desde el punto de vista de quien no ha padecido nunca una agresión sexual (tales como ducharse inmediatamente o rehusarse a hablar del ataque) son en realidad respuestas comunes a la violación. Pruebas periciales semejantes han sido a veces útiles en la defensa de mujeres golpeadas que habían matado a sus atacantes (Cahn, 1992). En el caso de la violación, sin embargo, estas estrategias a menudo tienen como efecto suplementario inscribir a las mujeres en la jurisdicción de la psiquiatría, otra manifestación del despliegue del poder/saber identificado por Foucault y consistente con el discurso de la “histeria”. Aunque permitir a los profesionales de la salud mental “certificar” el testimonio de una mujer puede fortalecer sus convicciones, Carol Smart observa que de ningún modo lo “recalifica”; más bien, “autoriza a las profesiones ‘psi’ a hablar de las mujeres, simplemente” (1989, 47). Por esta razón, lo que dicen las mujeres constituye material para un discurso relativo a “sintomatología” femenina; de hecho, tal discurso juzga razonable la conducta y explicaciones de las mujeres en la medida en que responden a una patología conocida ─“síndrome del trauma de violación”─ lo que sugiere no sólo que la violación transforma a una mujer en “comprensiblemente insana” sino, además, que las mujeres que efectivamente siguen las pautas sugeridas para la respuesta de la víctima e intentan adecuarse al proceso en forma “estoica” también son anormales, de algún modo (Estrich 1992, 18).

Por último, Estrich ha señalado que con la apelación creciente a la pericia psiquiátrica por parte de la acusación se registra un aumento similar de la exigencia del historial psiquiátrico de la víctima por parte de la defensa (1992, 17). El acusado y sus abogados pueden, de este modo, tratar de socavar la credibilidad de la demandante, al apelar a una evidencia de anterior inestabilidad en sus relaciones con los hombres. Por lo tanto, las mujeres que intentan el procesamiento de sus atacantes corren el riesgo de ver llevadas sus terapias personales o historial psiquiátrico al ámbito público (Stern 1980, 25-26; Estrich 1992, 15-19; Buchanan y Trubek 1992, 694-700).

La reducción del testimonio de una víctima de violación a sintomatología es mucho más dramática (literalmente dramática) en aquellos casos en los que la narración de los hechos adquiere carácter pornográfico. Como Smart observa, “algunas partes de la anatomía femenina están fuertemente codificadas con mensajes sexuales y las mujeres saben, consciente o inconscientemente, del significado sexual de partes de sus cuerpos” (1989, 38). En cada etapa del proceso judicial, desde la seccional de policía, pasando por el hospital, hasta llegar a la corte judicial, una víctima debe nombrar partes de su cuerpo y explicar qué es lo que le hicieron en ellas. “No se trata sólo de que las víctimas deben repetir la violación con palabras, ni de que pueda considerarse que están mintiendo, sino de que el relato de la mujer proporciona placer, de modo similar a como lo hace la pornografía. La mención de sus partes se vuelve casi un acto sexual, en la medida en que atrae la atención hacia el cuerpo sexualizado” (Smart 1989, 38). Esto ejemplifica en forma extrema un caso en el que el acto de confesión coloca a una mujer en posición tal que escinde sus palabras de su intención como hablante, de manera que funciona para los oyentes como síntomas corporales. Según Bumiller, a propósito del caso New Bedford, “la ambigüedad y la falta de certidumbre en el relato de una víctima de experiencias sexuales violentas son apropiadas dentro de un terreno lingüístico que interpreta estas respuestas como duda de sí misma, originada en la represión del deseo sexual. Semejante a una exhibición pornográfica, los gritos ‘histéricos’ [de esa víctima] son interpretados como expresiones de lascivia y rechazo” (Bumiller 1990, 141).

El psicoanálisis ha explicado ese agujero negro central de la confesión en términos de inconsciente. Muchos investigadores y profesionales legistas, efectuando a menudo una extensión (indebida) del psicoanálisis, hacen responsable del fenómeno de la violación, y el proceso correspondiente, al “punto ciego” de la negación de las mujeres, bajo el cual, están seguros, yace una historia de seducción, deseada o realizada y, sin embargo, insatisfactoria. Pero uno de los objetivos de Foucault en Historia de la se‑xualidad y en otras obras filosóficas fue mostrar que la subjetividad sexual no es el efecto de estructuras inconscientes ni de deseos innatos e instintivos, sino más bien de las condiciones de su producción en los terrenos jurídico-discursivos. Ni el poder ni la ley reprimen toda la “verdadera historia”, por la simple razón de que la historia no existe en tanto historia, excepto en las distintas versiones, que se estructuran bajo las demandas de diferentes situaciones confesionales, tales como entrevistas con la policía, confrontaciones con los padres, testimonio en la corte y, quizá, en un consultorio psicológico. En la corte, el poder y la ley rehúsan poner un límite a la exploración y desarrollo de un relato que no tiene un telos predeterminado y cuya energía se sustenta en el deseo de la mujer de reinscribirse a sí misma en la comunidad hablante.

VI. La reforma de la violación en la era de la política pública de la derecha

Indudablemente hay numerosos aspectos positivos en la línea de análisis de Foucault y los demás participantes en el diálogo de Change. Como era de esperar del autor de Historia de la sexualidad, el interés de Foucault no descansa tanto en el mero imperativo reichiano de antirrepresión como en las condiciones culturales que han impulsado históricamente cambios en las leyes concernientes a la sexualidad: temor a la homosexualidad y ansiedad respecto de la actividad sexual infantil. Foucault teme la tendencia de muchos movimientos políticos contemporáneos a reificar la “sexualidad”, como una entidad que inhiere en cierto tipo de cuerpos o en ciertas partes del cuerpo; como un peligro que exige constante control y supervisión, peligro amorfamente encarnado en “individuos peligrosos” que representan una amenaza social. Como sugiere Guy Hocquenghem, especialista en teoría sexual, en otra entrevista a Foucault: “está el problema de la violación en sentido estricto, acerca del cual el movimiento de las mujeres y las mujeres en general se han expresado claramente; y está también el otro problema de las reacciones a nivel de la opinión pública; el estallido de efectos secundarios: cacerías humanas, linchamientos o campañas moralizadoras” (Foucault 1988a, 283).

Son éstos fenómenos de los que muchas feministas se han ocupado con perspicacia. En Erotic Welfare (1993), Linda Singer comenta que el SIDA ha instaurado un contexto en el cual los grupos de derecha han empezado a discutir todos los aspectos de la sexualidad con el lenguaje referente a “epidemias”; las potenciales aplicaciones feministas de dicho lenguaje incluyen la retórica sobre la supuesta “epidemia” de abortos o de adolescentes sexualmente activos/as. Angela Davis (1990) y Nancy Matthews (1989) han advertido a las organizaciones blancas que luchan contra la violación y a los juristas que las campañas contra la violación (aun inadvertidamente) refuerzan a veces prejuicios racistas sobre la sexualidad de la gente de color, de lo cual derivan campañas de represión contra comunidades consideradas reductos de “individuos peligrosos”. Los linchamientos históricos de hombres negros como “represalia” por la supuesta violación de mujeres blancas, así como la ocupación policial de ciertas áreas urbanas y la exorbitante proporción de detenciones de hombres negros, en la actualidad, fueron y son injustos para con éstos tanto como para con las mujeres de las comunidades negras y podría ser blanco del ataque feminista en la misma medida que la violación. Por último, Smart observa que, cuando en 1981, el gobierno canadiense modificó la ley irónicamente, para considerar la violación como un delito de violencia, tal como sugiriera Foucault la legislación resultante “se volvió parte de una mayor regulación de las conductas sexuales consideradas indeseables, por ejemplo, la homosexualidad o la sexualidad precoz... De este modo, las reformas feministas coincidieron con otras demandas de aumento de control sobre el comportamiento sexual, pero sólo fueron adoptadas aquellas que daban más poderes al sistema de justicia penal” (Smart 1989, 46).

Así, la conclusión de Smart es que los esfuerzos por obtener más seguridad para las mujeres sólo a través de reformas legales pueden resultar contraproducentes y crear una situación aún más peligrosa.[8] Pero esto no significa que las feministas deban disminuir la importancia de la violación como asunto político y personal, sino que el antirracismo y los derechos de gays y lesbianas deberían ser un elementos intrínseco de todo análisis y de toda campaña contra la violación. Los enfoques del tipo “sólo la violencia” son tan claramente vulnerables a la apropiación por parte de la derecha como los análisis del feminismo radical que borran la distinción entre violación y heterosexualidad compulsiva (como lo prueba el acercamiento de MacKinnon a la conservadora Asociación de Mujeres contra la Pornografía). Una sexualidad que se ha desplegado históricamente “desde innumerables puntos, en el entrecruzamiento de relaciones no igualitarias y móviles” (Foucault 1978, 94) debe ser reorganizada y contraatacada en múltiples puntos, no simple ni primariamente a través del sistema legal.

Si Foucault se escudase en la afirmación de que la víctima de violación procura compensación económica, estaría ignorando tanto el proceso discursivo que acompaña e interpreta el acto de violación como los efectos de esta violencia física en el nivel discursivo. Imaginar que la violencia puede separarse fácilmente del “sexo” en la violación o imaginar que la materialidad de la violencia o del sexo puede ser eliminada de las estructuras jurídicas del mismo modo que la proverbial libra de carne, asocia calladamente efectos sociodiscursivos peculiares al fenómeno de la violación -un fenómeno perpetrado en parte por la institución legal (y que, por esta razón, no puede ser resuelto sólo en el interior de la ley). En última instancia, irónicamente, Foucault correría el riesgo de imputar “histeria” a las mujeres por hacer de la violación algo más que un simple ataque, y de inculparlas del continuo despliegue de la sexualidad del que la violación es un elemento intrínseco. Como sostiene Plaza, “la línea de argumentación de Foucault es peligrosa en tanto amenaza hacernos culpables a las mujeres. Los hombres -situados en relaciones de poder patriarcal- nos acusan de crear y perpetuar lo que ellos persisten en crear y perpetuar (la opresión de las mujeres, la ‘diferencia entre los sexos’, la primacía del sexo)” (1981,32).

Mientras tanto, Foucault oscurece el papel del género en el despliegue de la sexualidad. No son las mujeres (en tanto feministas) los puntos de dispersión de una manifestación de poder/saber dirigida contra los violadores y, por una asociación que hace la derecha, contra los homosexuales y las minorías sexuales, sino los violadores, entre otros numerosos puntos de dispersión de un despliegue que refuerza la heterosexualidad. La violación y el juicio por violación funcionan como un foro privilegiado en la significación de la diferencia sexual para el discurso racional de la cultura occidental. “La violación es realmente sexual en el sentido de que es frecuentemente una actividad sexual -escribe Plaza- pero sobre todo en el sentido de que opone hombres y mujeres: es una actividad sexual social [social sexing] la que subyace a la violación” (1981, 29), más bien hace del propio sexo un punto para la propia credibilidad. En la corte, una confesión hecha por una mujer con el propósito de aclarar justifica no sólo la desestimación de su demanda sino que hasta parece excusar el delito, si es que “se hubiera cometido” un delito. Más aún, así como el delito inicial sirvió para desestabilizar la autoconfianza y el sentimiento de autocontrol de una mujer, el proceso judicial parece confirmar su propia susceptibilidad innata a la victimización. Si la violación es más que “un golpe en la cara”, no es porque los órganos sexuales deban ser protegidos y encuadrados por una legislación especial, sino porque, como observa Foucault, vivimos en una sociedad que nos ha enseñado a pensar en nuestra subjetividad y en nuestra capacidad para la verdad en términos de una actividad sexual y de una comprensión de nuestra sexualidad honestas y confiadas. “Cada individuo tiene que pasar a través del sexo -en realidad, un punto imaginario determinado por el despliegue de la sexualidad- para acceder a su propia inteligibilidad [...] a todo su cuerpo [...] a su identidad” (Foucault 1978, 155-6). Plaza responde airadamente a Foucault: “¡nosotros no podemos funcionar en un estado ideal y actuar como si -aquí y ahora- los órganos sexuales fueran pelo!” (1981,33)

Según Luce Irigaray, la discusión filosófica y política contemporánea exige “un discurso en el que la sexualidad misma está en juego, de modo que pueda hacerse oír lo que ha estado operando como condición de posibilidad del discurso filosófico, de la racionalidad en general” (1985, 168). Lo que las feministas han buscado en la obra de Foucault es esta des-orientación; es también este potencial lo que Foucault aplaudió en el feminismo como movimiento político: “la fuerza real de los movimientos de liberación de las mujeres no consiste en haber reclamado por la especificidad de su sexualidad y por los derechos correspondientes, sino en que se han apartado efectivamente del discurso guiado dentro de los aparatos de la sexualidad” (1980, 219-220). Tal “desplazamiento, efectuado en relación con el centramiento sexual del problema” es necesario para que las mujeres puedan tener acceso a su inteligibilidad y corporalidad a través de un “punto” alternativo, mientras la razón sustentada por el poder/saber sexual las deja mudas e histéricas. Escribe Foucault:

En lo que concierne a múltiples juegos de verdad [...] lo que ha caracterizado siempre a nuestra sociedad, desde la época de los griegos, es el hecho de que no tenemos una definición completa y perentoria de los juegos de verdad permitidos [...] Siempre existe una posibilidad, en un juego de verdad dado, de cambiar en mayor o menor medida tal o cual regla y a veces inclusive la totalidad del juego de verdad (1988b, 17).

Dicha posibilidad aparece cuando “individuos que son libres [...] se hallan presos en una red de prácticas de poder e instituciones constrictivas” (Foucault 1988b, 17). Tal situación es la de la víctima de violación cuya concienzuda narración de su experiencia se traduce en descarga histérica en la corte. Ella descubre su propio cuerpo hablante como el lugar de una ruptura en las técnicas de saber y poder. En “ciertos puntos del cuerpo, ciertos momentos de la vida, ciertas formas de conducta” (Foucault 1978, 96) prende la resistencia; prende en algunas fallas de un régimen de saber, tendientes a unificar el cuerpo hablante dentro de una subjetividad que lleva la égida. Una tarea fundamental de cualquier filosofía política transformadora es hacer de tal ruptura el lugar de una nueva comunidad y una nueva cordura capaces de alterar las técnicas contemporáneas de producción de la verdad. Un análisis foucaultiano de la violación no conduce a la “desexualización” del delito ni al argumento de que las mujeres deberían evitar llevar sus demandas ante la justicia por temor a la descalificación. Esto indica, más bien, que el intento de una mujer de reafiimarse públicamente a sí misma como hablante racional y capaz, después de una violación, demanda la creación de otra comunidad hablante (tal como el movimiento de las mujeres), además de la que es mediatizada a través de la ley; y que sólo un discurso (feminista) alternativo, capaz de analizar la asimétrica situación de habla en la corte, puede confirmar la cordura y la actuación comunicativa de la supuesta histérica.

 

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* “An Inmodeat Proposal: Foucalult, Hysterization, and the ‘Second Rape’” Hypatia, vol. 9 (1994) 3, pp. 88-107.

[1] Ejemplos de un acercamiento feminista reciente a Foucault en Bartky (1990), Butler (1990), Diamond y Quinby (1988), Fraser (1989), McNay (1993) y Sawicki (1991).

[2] Una traducción al inglés de este diálogo en Politics, Philosophy, Culture: Interviews and Other Writings, 1977-1984 (Foucault 1988a). Todas las citas siguientes remiten a esta traducción. Las discusiones feministas de la propuesta de “desexualización” incluyen a Plaza (1981), Woodhull (1988); de Lauretis (1987, 36-38), Bell (1991) y McNay (1993, 178, 194-95).

[3] Foucault describió la “histerización de las mujeres” como “un proceso a través del cual el cuerpo femenino era analizado ─calificado y descalificado─ como saturado de sexualidad, razón por la cual era integrado en la esfera de las prácticas médicas; en razón de una patología que le es intrínseca”, con el propósito de destinar plenamente estos cuerpos femeninos a la tarea de reproducción (1978, 104). El uso que hago de este término se refiere más estrechamente a sus connotaciones psicoanalíticas que el que hace Foucault. Sin embargo, al entender “histerización” como la falla de un cuerpo hablante para expresar y recircular el poder depositado en él por las estructuras sociales y discursivas, espero extenderlo a los aspectos discursivos de esa “saturación” y “patología” que el lenguaje de Foucault parece describir en términos exclusivamente fisiológicos.

 [4] Las feministas canadienses Lorenne Clark y Debra Lewis son probablemente las más conocidas defensoras de la posición “violación es violencia, no sexo”; su libro Rape: the Price of Coercive Sexuality (1977) sirvió de fundamento teórico a las reformas de 1981 de la ley canadiense sobre violación. Por otro lado, Plaza y las feministas radicales estadounidenses Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin piensan que, al calificar la violación como “violencia, no sexo”, se exonera al “sexo” (coito) de cualquier connotación de violencia y fuerza. Ellas cuestionan que una mujer pueda “consentir” libremente la relación sexual, en una sociedad donde las presiones sociales y económicas tendientes a la heterosexualidad son muy fuertes. Para una discusión de las diferentes posiciones y sus respectivas ventajas y desventajas, ver Rosemarie Tong, Women, Sex and the Law (1984, 112-119).

[5] En State v. Alston (1984), la víctima había mantenido previamente una relación consensual (aunque abusiva) con su atacante, en el transcurso de la cual se sometió pasivamente a la actividad sexual. Un mes después de su separación, el atacante concurrió a la escuela a la que asistía la víctima, la tomó por la fuerza e insistió en discutir la relación de ambos. Después de amenazarla con “marcarle la cara” y sostener su derecho a mantener relaciones sexuales con ella, la llevó a un hotel y la obligó a tener relación con él, aunque ella había manifestado su disconformidad y gritado durante la acción. Aunque él fue inicialmente convicto de violación, la Corte Suprema de Carolina del Norte revió la sentencia porque no consideró que las amenazas y una historia de conducta violenta constituyesen la “fuerza” necesaria como para clasificar a este incidente como un acto de violación.

 [6] El Panóptico fue un modelo de prisión propuesto, en el cual los prisioneros estaban encerrados en celdas dispuestas en torno a una torre central de guardia y eran visibles desde ella durante todo el tiempo. Dicha estructura fue diseñada como ayuda en el control de un gran número de personas, a través de la amenaza de una vigilancia constante y, por consiguiente, incentivándolas a vigilarse a sí mismas. Para una discusión más amplia del Panóptico como modelo para la incitación estructural del autocontrol, ver Vigilar y castigar (Foucault 1977b, 200-209).

 [7] El estudioso del psicoanálisis John Forrester sostiene que la noción psicoanalítica de “inconsciente” es irrelevante en un tribunal, en tanto el consentimiento depende del deseo consciente de la mujer. Puesto que la práctica psicoanalítica procura establecer nuevas relaciones entre los elementos psíquicos en una personalidad individual, el psicoanalista puede argumentar que “donde hay inconsistencias” en un relato personal, el “diagnóstico es probablemente histeria” (1990, 74). Sin embargo, Forrester insiste en que esta brecha no debe ser interpretada en la corte como indicación de posibles motivaciones inconscientes, puesto que tal marco interpretativo sólo es pertinente en la relación de análisis.

 [8] Smart observa que el aumento en las penas por violación no necesariamente beneficia a las mujeres, puesto que los jurados pueden mostrarse más renuentes a condenar, si las penas son consideradas desproporcionadas (1989, 45). Además, Estrich pone en claro que, en casos “cerrados”, los jurados deberían absolver al acusado si la evidencia de la acusación es inadecuada; lo que debe concluir es el derecho a “una incursión en la psique o en el pasado sexual o en la honestidad de las mujeres víctimas” (1992, 27). Debe añadirse que largas condenas, que implican el riesgo de violación homosexual para muchos reclusos, son inconducentes a los fines de disolver la asociación de los hombres entre poder, derecho y violencia sexual.

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