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Feminismos y feminizaciones en lo posmoderno

David Simpson*

Traducción de María Cristina Spadaro

 

Judith Lowder Newton ha hecho una interesante y verosímil afirmación: que el notorio “Nuevo historicismo” sobre el que todos nos hemos ejercitado tanto en los años recientes es una remasculinización de los procedimientos que definen al movimiento feminista. Ella afirma que el ataque a la objetividad y el consecuente interés en la subjetividad y la construcción cultural, la preocupación por el poder y la representación, y el colapso de cualquier distinción entre lo literario y lo no literario, entre el centro y los márgenes, pueden ser en todos los casos redescubiertos en la “raíz madre” de la teoría feminista.[1] Para Newton, la represión o repudio de estos orígenes representa una apropiación masculina del trabajo femenino, pero también una desviación del componente progresista de ese trabajo, una tendencia a “negar o silenciar radicalmente la posibilidad tanto de cambio como de agencia” (165).

No es necesario suponer (y Newton no lo hace) que la teoría feminista fue el único y exclusivo origen del Nuevo método histórico para aceptar, al menos, la tesis de un desplazamiento o falta de compromiso y quizás hasta de una apropiación directa. El nuevo historicista puede muy bien reclamar el papel de colaborador más que de capitalista apelando a “su”, de él o de ella (pero generalmente, de él) trabajoso recorrido a través de las obras de Foucault; incluso puede afirmar que está ofreciendo un producto diferente, uno no del todo desplegable para la acción social radical (aunque no todos los nuevos historicistas son devotos de un modelo de contención fuerte de la cultura). Se puede suponer una relación entre apropiador, colaborador y competidor. Al margen de las intenciones de determinados nuevos historicistas, no hay duda de que la función del nuevo historicismo en el ámbito académico de la crítica literaria ha estado destinada a proveer una alternativa establecida al feminismo, así como al marxismo y a la deconstrucción. No es sólo nuestro deseo colectivo por la novedad el que ha hecho de esta iniciativa, y no de otra, el movimiento de moda de los ‘80 e inicios de los ‘90. Como muchas alternativas convincentes, el nuevo historicismo contiene asimilaciones y reorganizaciones de las energías que intenta reemplazar.

Pero el nuevo historicismo no está en cuestión en este ensayo, salvo como una instancia de lo posmoderno, cuya relación más amplia con el feminismo y la feminización es lo que busco explorar. Que el nuevo historicismo es una instancia de este tipo no será, espero, una pretensión controvertida. Puede ser una pálida versión de la cultura pomo[2] tal como se manifiesta en la arquitectura y las artes creativas o la industria de la moda, pero es lo mejor que muchos de nosotros, miembros del ámbito académico, podemos tener como expectativa. En su negación de un método racional para marcar el límite entre sujeto y objeto, en su predilección por la anécdota y su disgusto por la totalidad y en su apetito más que obvio por describir la cultura del cuerpo, se ve su pertenencia al mapa de lo posmoderno. En particular, ocupa un lugar importante en las rutas de intercambio entre las disciplinas en el ámbito académico contemporáneo, tanto como importador o exportador. Comprende tanto la etnografía de un Clifford Geertz como la filosofía de un Richard Rorty, a la vez que devuelve el mismo criticismo literario que ellos y otros como ellos habían tomado prestado previamente. Pertenece de manera definitiva, al ethos de la posmodernidad, tanto por su circulación de inventarios académicos (puede que no haya ningún límite) como por sus prioridades metodológicas.

Los debates acerca de esta posmodernidad han tendido a oscilar entre modelos de corta y larga duración y entre desarrollo continuo y discontinuo (evolución o revolución). (Dejo de lado las otras inquietudes relacionadas con el efecto conformista o radical de lo posmoderno; ellas pueden implicar, de algún modo, hipótesis acerca de su linaje y cronología). Para algunos de nosotros, como David Harvey, lo propiamente posmoderno comenzó bastante recientemente (en su caso, con la crisis del mercado de acciones y las revoluciones financieras de los ‘70).[3] Fredric Jameson sugiere un linaje en cierto modo más largo al afirmar lo posmoderno como sucesor del modernismo político y estético, que aún buscaba llevar la modernización en direcciones universalmente progresistas y conservaba una crítica a la mercancía. El posmodernismo acepta e incluso celebra la mercantilización y su subsunción de la estética, y es “lo que usted tiene cuando el proceso de modernización se completa y la naturaleza ha desaparecido definitivamente”.[4] El principio determinante es aquí el capitalismo tardío. Jameson se mantiene flexible acerca de cuándo y cómo esto debe ser definido dentro de las esferas de sectores culturales desarrollados de modo desparejo, aunque en general, reciente: por ejemplo, puede haber sucedido hacia finales de los ‘50. El punto de discusión aquí no consiste en proponer una emergencia precisa de lo posmoderno, ya que no creo que pueda hablarse de lo posmoderno como unidad. Lo que se intenta aclarar es si los métodos y prioridades asociados con el posmodernismo no se comprenderían mejor como un momento de ajuste en el equilibrio de la propia modernidad, de modo tal que la reacción declarada del posmodernismo contra el alto modernismo está ya contenida en una larga evolución que los contiene a ambos.

Es verdaderamente difícil sostener, con total claridad y honestidad, este argumento sobre la periodización. El modelo de larga duración se arriesga a caer en el hegelianismo, mientras que el modelo de originalidad radical puede parecer mero presentismo, una función de la industria publicitaria tanto como de los ámbitos académicos. Ambos poseen sus usos para describir diferentes componentes de lo que es llamado “lo” posmoderno. Y ambos, pienso, requieren mantenerse en juego para cualquier descripción adecuada del lugar de los feminismos en lo posmoderno. El feminismo tiene una larga historia, y una historia tal que prueba que incluso la historia escrita por los vencedores puede registrar sus momentos perversos y aquellos caminos que no se tomaron o fueron pasados por alto. El feminismo, en su identidad retórica, tiende a servirnos como una descripción de los esfuerzos político-intelectuales más recientes, montados a partir de los ‘60, por y para las mujeres. Pero pueden identificarse distintas clases de feminismo como emergiendo en contrapartida a cada cambio en la dinámica de la modernización desde el Renacimiento e incluso con anterioridad. En cuanto tales, estos feminismos han intentado en muchos casos una resistencia a la feminización, a la generización de ciertas características personales y sociales deseables o repudiadas como las propiedades naturales de las mujeres, y los atributos extendidos o adquiridos por determinados grupos de hombres regenerizados negativamente.

El debate por la función de la feminización dentro de la modernidad ha sido analizado en, por lo menos, dos importantes libros, para América y Gran Bretaña respectivamente. Feminization of American Culture, de Ann Douglas, sostuvo la tesis de la relación formativa entre sentimentalización, consumismo y literatura en el siglo diecinueve norteamericano como constitutiva del síndrome de feminización y de la moderna cultura de “masas”. También afirmaba que la feminización de la cultura va de la mano de una “desestabilización femenina” real por la cual las mujeres, de productoras, se convirtieron y fueron convertidas, poco a poco, en consumidoras[5]. Por otra parte, Nancy Armstrong, en su Desire and Domestic Fiction, encontró una conjunción similar de energías socio-textuales, según la cual la noción misma de subjetividad moderna surgió como una entidad feminizada, en la Gran Bretaña del siglo XIX: “El individuo moderno fue primero y antes que nada una mujer”[6]. Como Douglas, Armstrong especifica el nuevo individuo moderno (y feminizado) como de clase media y parcialmente formado por (en tanto ella es formadora de) el artefacto cultural llamado “literatura inglesa” (20-21).

Ambos libros resumen una gran cantidad de evidencia sobre la evolución conjunta de la feminización y de las nociones modernas de literatura y de subjetividad. Resulta irrelevante que sus respectivos ejemplos disten cerca de un siglo y un océano, desde el momento en que exploran un síndrome de larga duración cuya credibilidad depende menos del momento preciso de su origen absoluto que de una articulación general de la modernidad. Los filósofos a menudo dirigieron sus miradas a Montaigne y Descartes como expresiones ejemplares (llamadas en algunos casos “orígenes”), mientras que los historiadores de la cultura y de la literatura tendieron a poner la mira en lo que llamamos Renacimiento, para hallar personajes similares.[7] Podrían afirmarse, y otros seguramente lo han hecho, momentos sintomáticos más remotos. El surgimiento del capitalismo y del consumismo, de los que el síndrome muy bien puede depender, ha requerido siempre para su análisis una cronología más que cambiante.

Esta vaguedad y amplitud necesaria del foco nos permite algunas afirmaciones más libres pero factibles: que la feminización ha sido un efecto-sujeto dominante para la burguesía o las clases “medias” sobre y a través de las cuales se ha llevado adelante el proceso de modernización; que los diferentes feminismos se han levantado muchas veces como reacción crítica a él; que las nociones vigentes de literatura, y simultáneamente de crítica literaria, se han desarrollado dentro de la misma evolución cultural, como medios feminizados; así esos aspectos de lo posmoderno que tornan central lo literario continúan potencialmente una larga tradición literaria de subjetividad y sujeción feminizada. La relación del feminismo con lo posmoderno (feminizado) debe ser, entonces, analizada y, quizás, hasta impugnada; la búsqueda del desafío debe enmarcarse en una posible historia de complicidad, sin supeditar la plausibilidad del desafío (a la manera de un tipo del Nuevo historicismo), pero con la ilusión de ir marcando el lugar donde se encuentran enterradas las minas en el campo minado, y la consecuente esperanza de un futuro mejor. En otras palabras, si cualquier feminismo debe encarar una alianza crítica con lo posmoderno debe cuidarse de complicidades no reconocidas con esas prioridades posmodernas que son probablemente legados de un proceso tradicional de feminización, legados en muchos casos evidentes, según creo, en la preferencia posmoderna por el método “literario”.

Lo posmoderno centrado en lo literario no es, desde ya, lo único posmoderno. Los cyborgs, las computadoras, las máquinas de realidad virtual, los modelos de ADN que se reinscriben, todos parecen al menos afirmar un posmodernismo tecnológico que parece tener poco que ver con las tradiciones de la crítica literaria. Este posmodernismo “duro” parece ofrecer un mundo libre de sentimientos, introspección, especulaciones hermenéuticas sorprendentes acerca de las responsabilidades y las relaciones sujeto-objeto. Pero aún puede sugerirse que el atractivo de estos modelos, modelos que declaran o asumen la muerte del sujeto, son formaciones dialécticas, afirmaciones limitadas del deseo de estar libres de la subjetividad, por fin y después de tantas promesas. Porque en el posmodernismo no tecnológico la subjetividad se encuentra en todas partes, mucho más que nunca antes. Y el modo de subjetividad es literario. Cuando Paul de Man llamó la atención sobre la “literatura” como la que reconocía la ficcionalidad o identidad de sus propias aseveraciones, dependiente del lenguaje, estaba repitiendo (si bien bajo el disfraz de una ambición tecnológica) la comprensión tradicional de la literatura como otra cosa que la ciencia, como dominada por un elemento crítico de la subjetividad, y no por ningún supuesto de acceso sistemático al mundo de las cosas naturales.

Podemos encontrar, a través de todo un campo de disciplinas, instancias de un patrón común de prioridades éticas y metodológicas que pueden leerse como análogos del efecto del Nuevo historicismo y/o del feminismo en la crítica literaria (un efecto que, como ya sugerí, arriesga la atribución de una profunda familiaridad). En teoría política, la atracción masiva de Laclau y Mouffe puede ser atribuida a su no inclinación por el “imaginario jacobino” de la gran teoría y su recomendación a sumergirse en “esa infinita intertextualidad de discursos emancipatorios en los que se conforma la pluralidad de lo social”.[8] (Nótese la asunción de que lo social es plural, que no es lo mismo que decir que debe serlo). Con un espíritu similar, Judith Butler habla del género como “un complejo cuya totalidad está permanentemente diferida” y de su inscripción social como “coalición abierta [...] un ensamblaje abierto que permite divergencias y convergencias múltiples sin obedecer a un telos normativo de clausura definicional”.[9] Evelyn Fox Keller escribe acerca de un método científico llamado “objetividad dinámica” que es “no distinto a la empatía” en su asunción de una “conectividad con” el mundo y habla de los “múltiples mundos” de los teóricos del quantum, para quienes “el universo es visto como dividiéndose continuamente en una multitud de mundos mutuamente inobservables pero igualmente reales”.[10]

Estos son sólo algunos ejemplos, entre tantos otros posibles, de un reconocimiento de todo saber como saber situado y de la necesidad de reconocer la probable asimetría de la situacionalidad de personas diferentes. Científicas feministas como Keller y Donna Haraway se resisten a abandoar por completo la objetividad que aún encuentran potencialmente liberadora a pesar de haber sido tradicionalmente apropiada por los intereses masculinos. Escritores y especialistas que no se encuentran trabajando dentro de la tradición científica aceptan en general de mejor grado abandonar la racionalidad y la objetividad, esperando a cambio alguna resolución empírica de la tensión entre los diferentes intereses, en la experiencia realizada. Sus esperanzas parecen consistir en que un reconocimiento de la situacionalidad y su admisión puede prevenir algunas de sus consecuencias posibles más negativas, como si declarar que uno tiene una posición o interés permitiese conseguir una honestidad metodológica útil, o al menos una humildad protectora. Puede ser también, por supuesto, una táctica persuasiva de marketing para un lector propenso a confundir sinceridad personal con poder analítico.

Yo llamo “literarias” a estas comprensiones, no porque ellas deriven directamente de un vocabulario literario sino porque comparten con ese vocabulario un reconocimiento y celebración de la impresión que surge de admitir la propia posicionalidad subjetiva. Más aún, la deuda de lo posmoderno con lo literario es muchas veces explícita. Lo es para Richard Rorty, el filósofo posmoderno por excelencia de lengua inglesa (más que francesa), que entiende nuestra condición presente como vivida dentro de “la autonomía y supremacía de la cultura literaria” y que infiere afirmativamente de Nietzsche una comprensión de la historia como “la historia de metáforas sucesivas” de modo tal que deberíamos permitirnos “ver al poeta, en el sentido genérico de creador de nuevas palabras, de conformador de lenguajes nuevos, como la vanguardia de la especie”.[11]

La modernidad, para Rorty, se desenvuelve en y a través de la hegemonía de lo literario, precisamente en el punto en que la filosofía y la teología fracasaron. Uno podría proponer un cierto número de formulaciones ejemplificadoras de esto: Hume, Rousseau, Friedrich Schlegel, Wordsworth, Kierkegaard, Nietzsche, Wittgenstein bastan para ilustrar algún aspecto de este énfasis. Hegel, de cualquier modo, no se ajustaría tanto, desde el momento que su solución al insoslayable problema de la subjetividad, de la situacionalidad apunta a reconocer, pero también a vencer la pura ocasionalidad de la experiencia histórica. En este sentido su obra es la antítesis anticipatoria a la mayor parte de lo que hoy se comprende por posmoderno, en tanto se esfuerza por preservar la narrativa dominante (como decimos ahora) marchando a través de un mar de contingencia y redundancia. Continúa debatiéndose si Marx cae de un lado u otro de esta división (a veces de ambos). Adorno articula elegantemente su existencia, y la suya es una explicación útil para abandonar la ambigüedad del feminismo y la feminización.

La Dialéctica negativa, de Adorno, “intenta sustituir, por medio de la consistencia lógica, el principio de unidad y la preeminencia del concepto supra-ordenado, por la idea de lo que estaría fuera del dominio de la unidad”.[12] Después de Hegel, la filosofía está obligada a “criticarse a sí misma sin piedad”, pero debe hacerlo atendiendo a todo aquello en lo que Hegel no estaba interesado (3,8). La filosofía debe admitir ahora su incapacidad para prescribir lo particular, y reducir lo que interpreta al “concepto” (Begriff), un término que tiene una historia específica en Kant, Hegel, y otros (11,14). Esto impone un “elemento de juego” sobre una filosofía que es equivalente a lo literario; luego el “elemento del homme de lettres, menospreciado por un ethos científico burgués insignificante, es indispensable para el pensamiento” (14, 29).

La filosofía sabe ahora que no hay así “ninguna secuencia fija de pregunta y respuesta”. Sus preguntas están conformadas por la experiencia, de modo tal de “engancharse con la experiencia” (63). Sería erróneo asimilar líneas como éstas a una identidad fuerte con el pragmatismo norteamericano, del tipo que marca el proyecto de Rorty. Adorno sigue siendo marxista, de una manera compleja pero innegable.[13] El reconocimiento de la incoherencia necesaria de la filosofía no es tanto un asunto de festejo como de comprensión. En otras palabras, el tipo de saber que el sujeto familiarizado reclama como derecho es una forma de no saber, o de negación de un conocimiento alternativo.

¿Qué pasa con el posmodernismo y su réplica aparentemente alternativa de posicionalidades feminizadas? ¿Qué significa ser libre por oposición a un límite puesto, espontáneo en reacción a una disciplina percibida, localizado frente a una tendencia totalizante? ¿Cómo puede un feminismo crítico distinguir su lugar en este mar de atributos tradicionalmente feminizados? Apoyar los valores de la cultura de masas o derrumbar la distinción entre élite y cultura de masas es, como el trabajo de Andreas Huyssen ha mostrado, apoyar aquello que ha sido previamente feminizado.[14] Hay aquí una dialéctica que aparece, yo creo, en las articulaciones ejemplares de todo el período de la modernización capitalista. Hegel estaría de un lado de esta dialéctica de la modernidad (y partes de él estarían incluso del otro lado): la narrativa dominante, versión masculinizada de la sujeción inevitable de y en la historia. Pero el otro lado estaba también allí, y su modo de autorrepresentación era comúnmente lo literario como tal, antes de que el alto modernismo buscara remasculinizar una parte de lo literario para la identificación de la élite. La oscilación entre ambas, la operación de la dialéctica, puede muy bien afirmarse como el motor mismo de la experiencia burguesa, siempre entre interés y desinterés, ideología y ciencia, nomadismo y sentido del lugar. Otra vez entre femenino y masculino. Las lenguas con las cuales la clase media del siglo XVIII se reconocía a sí misma resultaron fuertemente marcadas tanto por la atracción como por el miedo a los roles culturales feminizados. La literatura, gravitando cada vez más sobre la esfera feminizada, doméstica, y lejos de la esfera pública, desarrolló varias maneras de contrarrestar su subsunción (por ejemplo, su proyección de energías anarco-eróticas en personas como Blake y Shelley), pero nunca pudo escapar de manera definitiva de la telaraña.

La obsesión del siglo XVIII por la feminización de la cultura y la política bajo el capitalismo es vívidamente evidente en los debates acerca del comercio y el lujo, acerca del trabajo dividido y el excedente de producción, acerca de las economías internas y coloniales ─debates en los que se fue definiendo la idea moderna de literatura─. Estos debates se han ido sucediendo en la cultura occidental al menos desde que Licurgo estableció en la constitución espartana un límite al comercio con el fin de preservar la virtud cívica. Pero muchos comentadores del siglo XVIII, en vista de las consecuencias políticas y sociales del imperio, la agricultura capitalizada y el vallado de parques, se encontraron a sí mismos repitiendo los argumentos con especial convicción. En la medida en que la riqueza llegaba cada vez con más abundancia de las colonias y del mercado de acciones, y en tanto el cultivo casero se hizo más eficiente, los defensores de un ideal político ruralista (y masculinista) se pusieron cada vez mas a la defensiva. El poder aparecía desplazándose del campo a la ciudad, y lo que volvió al campo fue la iconografía de la riqueza excedente: parques y mansiones ocupadas la mitad del año por millonarios del mercado de acciones, por personalidades feminizadas.

La creciente concentración de riqueza excedente en manos de una aristocracia y una clase media aburguesada se veía como reemplazando una economía de necesidad (subsistencia masculinista) por una economía del deseo (superfluidad feminizada). Una vez que nuestras necesidades se encuentran satisfechas, estamos libres para desarrollar deseos, y el deseo es infinito. William Paley puede servir de muestra en tanto observa que el comercio no depende de la necesidad: no importa “cuán superfluos son los artículos que suministra, si el quererlos es real o imaginario; si se funda en la naturaleza o en la opinión, en la moda, hábito o emulación; es suficiente con que sean deseos reales y muy solicitados”.[15] Economistas Whig como Adam Smith pensaban que el círculo del lujo (y todas las no-necesidades fueron definidas como lujos) serían un estímulo creativo para la riqueza nacional tanto como una fuerza para el ligamento social. Los oponentes predijeron sólo el colapso de la sociedad misma. El lujo y el deseo juntos eran los componentes feminizados de la vida económico-social: inestable, impredecible, superflua, y vivida como un proceso constante más que un producto terminado. El Mathew Bramble de Smollet vio al comercio irrestricto como generador de “un espíritu de libertinaje, insolencia y facción, que mantiene a la comunidad en fermento continuo, y en un tiempo destruye todas las distinciones de la sociedad civil; de modo tal que a esto siguen el alboroto y la anarquía universal”. Visitando viejos amigos en la campiña inglesa, Bramble descubre y relata tres instancias de la “vanidad femenina” que han agotado previamente estados funcionales, llevándolos desde la producción al consumo y la ostentación, y de allí a la bancarrota.[16]

La feminización del crédito y el lujo, versiones de la feminización tradicional de la fortuna era un lugar común en la filosofía moral y política y la economía política del siglo dieciocho.[17]

Éste era el campo de referencia en el que la literatura moderna tomó forma y definición cultural. Además, la literatura era considerada en sí misma un lujo. Los libros que recibían el rótulo de “literatura” eran, después de todo, artículos caros que requerían ocio para su consumo. De este modo, el rol de la literatura se encontraba ya feminizado, y su feminización resultaba ampliamente exacerbada por el crecimiento extraordinario y muy discutido del número de mujeres escritoras y lectoras. Esta situación provocó una tensión visible entre una literatura masculinizada, asentada sobre los clásicos, sobre Milton, y sobre la poesía épica y que buscaba limitar su accesibilidad mediante la dificultad y elevada seriedad, y un estilo feminizado, representado más bien en el lenguaje popular y en la novela y la poesía lírica. Esta tensión explica por qué los más importantes románticos eran con frecuencia ambivalentes respecto a si sus obras podían o debían apuntar a un público en general o a un lector especializado. Rousseau dejó muy en claro la relación entre la literatura y el deterioro nacional:

Un gusto por las letras, por la filosofía y las bellas artes, enerva tanto el cuerpo como el alma. Un confinamiento al gabinete hace a los hombres delicados y débiles en su constitución; y el alma conserva con dificultad su vigor cuando el cuerpo ha perdido el suyo.[18]

En otras palabras, cuando los hombres desarrollan un gusto por la literatura se transforman en mujeres.

Por supuesto, la feminización de la literatura no permaneció sin cuestionamiento. Las famosas protestas de Wordsworth contra el teatro y las novelas populares y la reafirmación por parte del alto modernismo de la pura dificultad y la intelectualidad masiva son sólo dos instancias de la reacción masculinizante. Pero la lucha siempre se llevó adelante desde dentro de una construcción general ya feminizada del estilo literario. La crítica literaria, en tanto apéndice o compañera de la literatura, ha sufrido las mismas luchas. Sus intentos por desviarse hacia la teoría resultaron gestos de re‑masculinización, y fueron resistidos por un orden establecido cuyo léxico está predominantemente feminizado: intuición, excepcionalidad, comprensión, empatía, experiencia vivida, y muchos otros conceptos.[19] (Esto constituye una parte en la explicación de la controvertida relación entre feminismo y teoría, como se la comprende tradicionalmente, aunque la mezcla es ahora bastante diferente.)

Estas conexiones entre el lujo, la literatura y la feminización de la cultura no son, según creo, nada redundantes para el análisis de la situación contemporánea. Sus dinámicas no son categóricamente diferentes de las que los teóricos posmodernos encuentran entre las formaciones estético‑políticas y las determinaciones del capitalismo tardío. Simulacros y ‘bonos basura’[20] pueden haber reemplazado términos como comercio y deseo, pero las preocupaciones morales existen en los mismos tipos de conexión con determinaciones económicas. Y todavía seguimos conservando la discusión acerca de qué, dentro del amplio rango de cosas llamadas posmodernas, es meramente una reproducción de la ideología y qué es una crítica a ella. He sugerido que el gesto posmoderno, en su abrazo entusiasta por las prioridades del estilo literario, puede también estar heredando una ética de la imprecisión, sancionada culturalmente (como antitotalidad, conocimiento local, conversación o lo que sea) que es más bien una función antes que una crítica a la feminización. Esto lleva a cuestionar el rol del feminismo crítico, como aquel que debe, por definición o aspiración, comenzar a criticar la feminización.

Parece improbable que cualquier respuesta a este predicamento deba tomarse en general. El feminismo no es un movimiento unitario definido por métodos acordados en común. Por el contrario, está tanto más dividido por el desacuerdo cuanto más extendida está la cultura en que funciona, y parece seguro que cualquiera que conociera más que yo acerca de lo que se encuentra más allá del angosto contexto anglo-sajón, o lo que permanece relativamente desconocido dentro de él, tendría un espectro más amplio de alternativas. Los distintos feminismos difícilmente tengan una meta común en la liberación o mejoramiento de las vidas de las mujeres: su telos se encuentra más en la acción que en la teoría. Esta prioridad de la actividad ha sido considerada visiblemente, y al menos de modo superficial, en contraposición con la predilección posmoderna por la estética y el discurso como sus esferas de atención características[21]. Pero incluso dentro de los feminismos activistas hay profundos desacuerdos acerca de qué cosas producen un cambio positivo, qué cosa es una auténtica revolución y qué una mera reproducción. Los problemas que han aparecido a partir de la retórica posmoderna reaparecen continuamente, en otras palabras, en cada iniciativa feminista que busque teorizarse a sí misma a cualquier nivel, aunque tienden a ser menos obsesivos fuera del ámbito académico que dentro de él. De manera similar y recíproca, el posmodernismo reproduce muchos de los debates internos del feminismo en sus propios esfuerzos de autodefinición.[22]

El modelo de larga duración que he esquematizado puede sugerir que no hay historias separadas para el (los) feminismo(s) y el (los) posmodernismo(s). La retórica de la autodefinición académica opera con un énfasis individualista y presentiste muy fuerte. Primero instauramos “ismos” y luego nos embarcamos en la tarea de distinguirlos de otros “ismos”, muchas veces sobre terrenos que son más bien improvisados que estructurales, y funciones de categorías competitivas más que históricas. Los gestos de exclusión aún parecen venir más de los varones, debo aclarar, de modo tal que el síndrome de repudio generizado que Judith Newton vio en los Nuevos historicistas pueden muy bien describir también el debate posmoderno más general. Harvey ignora el trabajo feminista y Jameson le concede una única aunque laudatoria mención, sin discusión (Posmodernism, 107). Si el repudio es una cara de la moneda, la otra muy bien puede ser la adopción acrítica de lo feminizado, enmascarándose como lo feminista. Sabina Lovibond publicó un oportuno recordatorio de que el mismo Nietzsche, que es para muchos comentadores el padre fundador del énfasis ético-metodológico de los posmodernistas, también hizo una clara asociación entre la emancipación de la razón y una deseada extinción del feminismo.[23] Ella ha argumentado contra un rechazo simple del Iluminismo y contra cualquier tipo de adopción ingenua de localismos o de análisis simplemente dentro de los “límites parroquiales” (22).

Un feminismo crítico, entonces, debe buscar una posición dentro de una cultura de la modernidad todavía gobernada por una dialéctica de masculinización y feminización. Dado esto, ninguna simple afirmación de espontaneidad y empatía ni ninguna simple abdicación de autoridad debe ser interpretada como constructiva por definición. La analogía metodológica consiste en que ninguna afirmación de la masculinidad represiva de totalidades y grandes teorías es suficiente para constituir una alternativa real. Repetir este lenguaje es sólo repetir una posicionalidad tradicional: lo literario, feminizado, contra la teoría. Admitir la situacionalidad no es una solución, sólo

 el principio del problema. Gayatri Spivak marca con exactitud este punto:

Yo he invocado mi posicionalidad en este camino difícil de modo tal de acentuar el hecho de que cuestionar el lugar del investigador permanezca como una piedad sin sentido en muchas críticas recientes al sujeto soberano. Entonces, aunque voy a intentar poner en primer plano toda la precariedad de mi posición, sé que dichos gestos nunca resultan suficientes.[24]

Esto no sólo no basta, sino que, Spivak continúa explicándonos, puede de hecho inhibirse y subsistir bajo la forma de “un interesado deseo por conservar el sujeto de Occidente”. La confesión de posiciones subjetivas pluralizadas puede servir para proveer “una cubierta para este sujeto de conocimiento” (271). Esto no es sólo un juego de palabras. Hay, en efecto, un camino en el cual la monótona reiteración de quién es uno y de dónde viene resulta acompañada por un suspiro apenas audible, como si por medio de eso se viera exonerado de cualquier responsabilidad o culpa. Si yo hablo por mí y como yo mismo, entonces no puedo equivocarme, no puedo hacer daño. Este gesto de autenticación puede aparecer como sospechoso desde varios terrenos. Cuando funciona para implicar identidad, desplaza cualquier encuentro con los problemas de la teoría posestructuralista; cuando implica el reconocimiento de la igualdad de todas las diferencias, entonces mistifica, como Spivak nota acertadamente, las distinciones reales de poder y oportunidad, distinguiendo no solamente el “sujeto de Occidente” de otros de la esfera global, sino también el sujeto de la subcultura de otras subculturas. Proponer la situacionalidad como una alternativa a la teoría es, entonces, privarnos a nosotros mismos del único lenguaje a través del cual la situacionalidad misma puede ser comprendida. La situacionalidad, por sobre todas las cosas, requiere desesperadamente teorización.

Estas paradojas, y otras del tipo, han llevado justamente a divisiones significativas entre aquellos que buscan un lugar para los feminismos dentro del posmodernismo. Cuanto más autoconscientes son los críticos, como Spivak, mucho más conscientes de las dificultades de adoptar una posmodernidad fundada en una feminización heredada. Ven que no es suficiente con predicar el valor del detalle frente a la teoría, de la emoción contra la razón, de la “comunidad” frente la sociedad. Patricia Waugh ha argumentado, siguiendo a Lovibond, que si “el feminismo puede aprender del posmodernismo tiene que resistir por último la lógica de sus argumentos o al menos hacer un intento de combinarlos con una adherencia modificada a un anclaje epistemológico en los discurso de la modernidad Iluminista”.[25] Nancy Fraser, viniendo de la otra dirección, ha suplementado el proyecto moderno-iluminista de Habermas con el componente de género faltante, acerca del cual Habermas mismo no dice “virtualmente nada”, y que de manera significativa redefine la comprensión de la cultura del bienestar y el consumo que se desprende de su obra.[26]

La búsqueda de una alianza entre un feminismo crítico y un posmodernismo desmitificado ha sido iniciada. Lovibond anticipa una “relación amistosa” (11), aunque insiste en tener en cuenta tanto la falsa conciencia como las tradiciones de la modernidad iluminista como componentes de su feminismo (25-26, 28). Fraser y Nicholson han propuesto una potencial síntesis de un feminismo no esencialista con una teoría posmoderna que daría origen a un procedimiento “pragmático y falibilístico” basado en alianzas más que en identidades y unidades hipotéticas.[27] Otros autores continúan poniendo el acento en la diferencias entre lo que ven como feminismo y lo que ven como posmodernismo. Wough cree que el feminismo necesita “sujetos coherentes” (125) si pretende aspirar a una agenda activista, no menor porque las mujeres no las han tenido nunca, no han estado nunca en control del sujeto dominante cuya misma viabilidad ha sido objeto de la crítica posmoderna.

Me parece que debería redefinirse este debate dentro de la perspectiva de larga duración que defiendo y habría que sacarlo del momento de oposición de percepciones presentistas. Un tercer término crucial para ser agregado a la discusión sería el hecho de la feminización, como principio importante en contraste con el cual el feminismo preferiría definirse a sí mismo. Una parte de lo que es llamado posmoderno encarnaría esta feminización, mientras que otras no. Dirigir el debate en este camino implicaría deconstruir, o al menos investigar, recursos tales como el de Waugh de una noción de “grandes narrativas patriarcales de Occidente” (128), cuya desaparición dejaría un espacio sin problemas para la constitución de sujetos integralmente femeninos. Yo he sugerido que el sujeto femenino no ha sido excluido del proyecto del Iluminismo, sino más bien inscripto de manera dialéctica y subordinada, y de ese modo hecho accesible tanto para mujeres como para hombres (hombres de letras, por ejemplo) de múltiples maneras culturalmente mediadas. La inclusión es una forma mucho más eficiente de represión que la exclusión, en estos casos.

Una historia de larga duración puede que no resulte ser la historia fundamental para lo posmoderno o para el lugar del feminismo crítico dentro o junto a él. Pero puede al menos revolver la ensalada de algún modo nuevo y hacer preguntas diferentes a aquellos que están buscando definiciones de lo que hacen o detestan. No me gustaría sugerir que puede en principio no haber nada nuevo acerca de lo posmoderno. Hacerlo sería contestar a las reificaciones del presentismo con las del historicismo. Pero es cuando la ética posmoderna emerge como piedad, como el camino a seguir, como afirmativa, como una celebración, que la encuentro altamente sospechosa. Vuelvo a Adorno, que nota la ubicuidad del “ídolo del puro presente” como un “esfuerzo por despojar al pensamiento de su dimensión histórica” (Negative Dialectics, 53). Los políticos están obligados a usar una retórica de soluciones. Para nosotros, los “intelectuales”, las soluciones deben ser procesadas por el pensamiento y puestas a prueba por el escepticismo, no con el resultado del repudio de todas las soluciones (aunque esa también es otra estrategia académica habitual), sino con la esperanza de posibilitar las mejores. Mucho de lo llamado teoría posmoderna parece afirmación, o su compañera de viaje, desesperación. Entre las dos hay lugar para un escepticismo que no es alienación sino compromiso. Adorno otra vez nos dice:

El pensamiento como tal, antes de todo contenido particular, es un acto de negación, de resistencia a aquello que se le impone; esto es lo que el pensamiento ha heredado de su arquetipo, la relación entre tarea y material. Hoy, cuando los ideólogos tienden más que nunca a alentar al pensamiento a ser positivo, notan con mucha sagacidad que la positividad corre precisamente contra el pensamiento y que se requiere una persuasión amistosa por parte de la autoridad social para acostumbrar el pensamiento a la positividad.

El pensamiento, aquí, es acción crítica, “una rebeldía contra ser fastidiado para doblegarse frente a cada cosa inmediata” (19). Si la historia esquemática que he propuesto aquí sirve para algo, será porque es una historia, no una cosa inmediata, sino una tradición mediada. Y como tal no está inmediatamente a disposición en la manera fácil, despreocupada, que tiene gran parte del Nuevo historicismo, no reducible a ese otro compromiso posmoderno con el oportunismo contingente, a lo que nos sirve a nosotros ahora y está a la mano. Esta historia debe ser trabajada y revisada. No determina ni la posibilidad ni la imposibilidad de un feminismo posmoderno que no es en sí mismo una versión de la feminización de lo posmoderno. Simplemente nos exige pensar más sesudamente que de costumbre acerca el lugar de dónde venimos.



* “Feminisms and Feminizations in the Postmodern”, en Margaret Ferguson and Wicke, Jennifer (eds.), Feminism and Postmodernism, Duke University Press, 1994, pp. 53-68.

[1] Judith Lowder Newton, “History as Usual? Ferninism and the ‘New Historicism’”, en H. Aram Veeser (Ed.), The New Historicism, New York y London, Routledge, 1988, p.153. La versión castellana de ésta y las demás citas forman parte de esta traducción.

[2] “Pomo” es una tribu de indios norteamericanos del centro de California, que se destacaron, sobre todo, por el alto desarrollo de la cestería. Hablaban la lengua “hokan”, con siete dialectos. En 1989 cerca de 4700 indios pomo vivían en torno a las reservaciones en California. (Nota de la trad.)

[3] David Harvey, The Condition of Posmodernity, London, Basil Blackwell, 1989.

[4] Fredric Jameson, Posmodernism, or, The Cultural Logic oí Late Capitalism, Durham, Duke University Press, 1991, p.ix.

[5] Ann Douglas, The Feminization of American Culture , New York, Alfred A. Knopf, 1977. Con su sentido de la alternativa entre cultura y entorno socio-económico, Douglas abre la cuestión sobre la relación entre lo que yo llamo feminismos y feminizaciones.

[6] Nancy Armstrong, Desire and Domestic Fiction: A Political History of the Novel, New York, Oxford University Press, 1987, p. 8.

[7] Conviene ver, entre otros, Joel Fineman, Shakespeare's Perjured Eye: The Invention of Poetic Subjectivity in the Sonnets. Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1986; Catherine Belsey, The Subject of Tragedy: Identity and Difference in renaissance Drama, London y New York, Methuen, 1985 y Francis Barker, The Tremulous Private Body: Essays on Subjection, London y New York, Methuen, 1984.

[8] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a radical Democratic Politics, trad. Winston Moore y Paul Cammack London, Verso, 1985, p. 2,5.

[9] Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity, New York y London, Routledge, 1990, p.16.

[10] Evelyn Fox Keller, Reflections on Gender and Science , New Haven y London, Yale University Press, 1986, p.117,118.

[11] Richard Rorty, Consequences of Pragmatism (Essays, 1972-1980), Minneapolis, University of Minnesota Press, 1982, p.150; Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, p.20.

[12] Theodor W. Adorno, Negative Dialectics, trad. E. B. Ashton, New York, Continuum, 1973, p.xx.

[13] El texto de Fredric Jameson, Late Marxism: Adorno an the Perspective of the Dialectic London y New York, Verso, 1990 intenta ajustar nuestro enfoque a un componente postestructuralista en el marxismo de Adorno, que todavía “se mantiene en pie o cae con el concepto de ‘totalidad’” (9).

[14] Andreas Huyssen, After the Great Divide: Modernism, Mass Culture, Posmodernism , Bloomington and Indianapolis, Indiana University Press, 1986, p.44-62.

[15] William Paley, The Principies of Moral and Political Philosophy, ed. 20, 2 vols.,London, 1814, 2: 374.

[16] Tobias Smollet, Humphry Clinker, James L. Thorson, ed., New York y London, Norton, 1983, p.258, 271.

[17] Para tratamientos más extensos sobre este tema, ver J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princeton, Princeton University Press, 1975, especialmente pp. 401‑505; y John Sekora, Luxury: The Concept of Western Tilought, Eden to Smollet Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1977

[18] Prefacio a Narcissus, or the Selí-Admirer, en The Miscellaneous Works of Mr J.J. Rousseau, 5 vol. London, 1767, 2: 135. Ver también David Simpson, Romanticism, Nationalism, and the Revolt against Theory , Chicago y London, University of Chicago Press, 1993, especialmente pp.126-71.

[19] Esta es una versión más exacta de la Academia Británica que de la Americana, donde los establecimientos masculinos o al menos teoréticos han permanecido en sus lugares, aunque sea brevemente. Pero nunca han permanecido sin desafíos, ni mantuvieron una hegemonía duradera, a pesar de la aceptación más general de métodos técnico-profesionales en América más que en Gran Bretaña. En ambas culturas, la teoría misma se enfrenta ahora con la masculinización. La pregunta sería entonces, para quién sería feminista y para quién sólo feminizada.

[20] “Bonos basura”, traducción que corresponde a “junk Bonds”, son un tipo de acciones de bolsa que emiten algunas empresas para generar fondos, pero sin respaldo real, que circularon por los ‘80. En este contexto, puede referirse a que en la actualidad se han sustituido las cosas o sentimientos concretos por otros vacíos. (Nota de la trad.)

[21] Ver, por ejemplo, Linda Hutcheon, The Politics oí Posmodernism , Lon- don y New York, Routledge, 1989, p.168, quien hace notar el compromiso del feminismo con un “cambio social real” y lo contrasta con la minimización del posmodernismo de “estrategias de resistencia”.

[22] Ver Steven Best y Douglas Keliner, Postmodern Theory, New York, Guilford Press, 1991, p.205

[23] Sabina Lovibond, “Feminism and Posmodernism”, New Len Review 178 4989, 5-28. Ver especialmente pp.16-18.

[24] Gayatri Chakrovorty Spivak, “Can the Subaltern speak?” en Cary Nelson and Lawrence Grossberg (Ed.), Marxism and the Interpretation of Culture, Urbana y Chicago, University of Illinois Press, 1988, p. 271.

[25] Patricia Waugh, Practising Posmodernism, Reading Modernism, London, Edward Arnold, 1992, p. 120.

[26] Nancy Fraser, “What's Critical about Critical Theory? The Case of Habermas and Gender”, en Seyla Benhabib y Drucilla Cornell (Ed.), Ferninism as Critique: On the Politics of Gender, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1987, 31‑56. La cita es de la p. 32.

[27] Nancy Fraser y Linda Nicholson, “Social Criticism without Philosophy: An Encounter between Feminism and Posmodernism”, Theory, Culture and Society, 5, 1988, pp. 373-94. La cita se encuentra en la página 391.

 

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