Personal tools
You are here: Home Numeros Vol. VII Mujer: sujeto excéntrico en el ámbito político

Mujer: sujeto excéntrico en el ámbito político

Crispina González

Matilde Orciuoli*

AIEM, Facultad de Filosofía y Letras, UBA

 

Consideramos que, actualmente y como fenómeno mundial, la mujer sigue siendo un sujeto excéntrico en el ámbito político, porque pese a que ha aumentado considerablemente el número de militantes en los partidos políticos, no hay proporción entre la gran cantidad de mujeres que realizan trabajos partidarios y la escasa representación en los lugares jerárquicos de los mismos. Podemos decir que no hay afluencia de mujeres a los puestos de poder, de decisión política. “Conformamos el 59% del patrón electoral, pero como representantes políticas sólo alcanzamos un 3%”.[1]

Esto se debe, en parte, a que la legislación (y el reconocimiento formal que ello implica) de derechos es muy reciente: pensemos que en nuestro país, la ley 11357 (donde se legislan algunos derechos civiles de las mujeres) es de 1926 y que la ley 13013 (derecho a votar y ser elegidas) es de 1947. Cabe recordar que, recién en 1951, por primera vez las argentinas concurrieron masivamente a las urnas.

Por otra parte, es importante analizar el cómo se incorporan las mujeres a la vida pública y en especial a los espacios políticos. Si tenemos en cuenta que estos últimos fueron históricamente organizados desde la óptica del varón para ser ocupados por lo que Amparo Moreno denomina el arquetipo viril, pareciera ser que la estrategia adecuada sería incorporarse al arquetipo, actuar bajo dicho modelo, o bien, diferenciarse haciéndose cargo y, a veces, sobredimensionando, los caracteres que serían propios de las mujeres.

En el primer caso, la homologación, creemos que como tal no es posible, dado que a las mujeres que intentan actuar en los espacios públicos como varones se les exige un plus o bien llegan a una especie de homologación contradictoria (adecuarse al modelo masculino sin perder caracteres femeninos).

En lo que a la diferencia se refiere, creemos que asumirla es aceptar como propios caracteres que los hombres asignaron históricamente a las mujeres. Es aceptar la heterodesignación. En ambos casos se logra, como consecuencia, fomentar la minoridad y los prejuicios. Por lo tanto, suscribimos a la igualdad compleja tal como es entendida por María Luisa Boccia en “Identidad sexual y formas de la política”.

 

Política y homologación

El espacio político ha sido, en su constitución histórica (creación de los estados modernos), y lo es, en su organización actual, un espacio de tipo androcéntrico (en el sentido de Amparo Moreno)[2] en el cual se reconoce como modelo de comportamiento el viril hegemónico, el que pueden desempeñar no solo los hombres que reúnan esas condiciones, sino también las mujeres que respondan al esquema.

Podría creerse entonces que, para tener acceso a puestos dirigentes hay que mimetizarse con el sujeto político masculino (varón hegemónico) y ser una reproducción obediente del sistema político, con la suposición que en política se hace abstracción del sexo y, por lo tanto, hombres y mujeres tienen las mismas oportunidades, más aún, éstas deben llegar por sus propios medios y capacidades. Esto sería, en otras palabras, un homologarse en un sistema sexo género que bajo pretendida universalización sojuzgó históricamente a las mujeres.

Si, como plantea Celia Amorós “... lo político emerge por autoengendramiento, reconocimiento y reproducción de lo semejante por lo semejante...”,[3] cuando las mujeres se incorporan a este ámbito que, precisamente, se ha instituido con su elisión, no sólo simbólica sino también, y por sobre todo, práctica, en calidad de socias homologadas, actuarán de hecho como un sujeto masculino, o, al menos, tratando de participar de las características androcéntricas del sujeto político así entendido.

Así, las mujeres deben actuar como si fueran el sujeto hegemónico al que se le asigna la posibilidad de ser un sujeto político y romper o negar los lazos que las ligan al colectivo, porque una cosa es que a la política entren unas pocas que luchando codo a codo con sus pares varones accedan a puestos de poder, y otra es que estas mujeres reconozcan lazos de pertenencia con todas las que quedan afuera del pacto político (patriarcal por fundamento) y que no son las iniciadas.

Por lo tanto una alternativa para legitimarse en el ámbito político y por sobre todo para acceder a los puestos importantes (los que vienen ocupando desde siempre los hombres), pareciera ser la individuación como político y la consecuente ruptura o, al menos, la desvinculación con el resto de las mujeres.

En la práctica política actual esta alternativa es la adoptada por no pocas dirigentes argentinas que la consideran el camino más adecuado para el logro de sus objetivos.

En Mujeres y partidos políticos, una funcionaria radical afirma: “...yo creo que desde mi propia experiencia, por lo menos en lo que yo he visto en el radicalismo, pareciera verse por un lado un arquetipo de características personales de la mujer, que una mujer tiene que ser más enérgica que un hombre, más apabullante, más violenta...”.[4]

Esto se relaciona, por un lado con la exigencia de que las mujeres deben siempre ser más (léase más brillantes, más inteligentes, más capaces) y recién entonces ese plus les otorga el derecho de ocupar puestos que sí pueden desempeñar hombres mediocres; y por otro lado que como condición para la carrera política una mujer debe poseer una masculinidad potenciada.

Ahora bien, esta masculinidad potenciada debe ir combinada con una cierta femineidad, si de alcanzar rango y poder en la estructura partidaria se trata, porque de acuerdo con las conclusiones a que arriba Jutta Marx después de analizar las entrevistas realizadas a las funcionarias en ejercicio de la UCR, éstas: “... no deben perder totalmente su femineidad, deben callar y escuchar cuando las circunstancias lo requieran; deben mantener sus ambiciones de poder dentro de ciertos límites recomendables, deben armonizar”.[5] Por lo tanto, una mujer puede lograr que sus colegas le otorguen un ascenso si, además de una concurrencia de circunstancias, la candidata posee: “calificación profesional y técnica, compromiso político, disponibilidad incondicional, capacidad de imponerse, perseverancia, carácter no conflictivo, ambiciones de poder limitadas”.[6]

Por consiguiente, este requerimiento de los políticos constituye una especial homologación a la que podríamos calificar de contradictoria (ser masculina, pero también femenina) y genera un arquetipo femenino político (deseable para los varones) que es organizado desde una flagrante heterodesignación y que, además, es cuestionado por las bases femeninas. Entonces, por un lado: “este modo de desarrollar la carrera parece poco apropiado para fomentar el crecimiento femenino o alentar a otras mujeres a aspirar a cargos directivos”,[7] y, por otro lado, las que llegan manejan otros códigos y no quieren involucrarse con las demandas de las militantes.

Esta situación de no correspondencia en el colectivo genera una pérdida importante: la de la posibilidad de un ascenso masivo a las jerarquías partidarias. Y así, mientras algunas (pocas) funcionarias son socias aceptadas, las militantes padecen la discriminación que les cierra el camino a la toma de decisiones. Este problema es de fondo y la llamada Ley de Cuotas constituye solo un paliativo, ya que el cambio implica un cuestionarse acerca del sujeto político.

En cuanto a la estrategia de actuar como un varón en política, en este caso se reitera una vieja historia: no hay homologación posible, ésta es sólo aparente porque volvemos al viejo truco de la heterodesignación para poner a las mujeres en el lugar de la no significación.

Esto se deduce de las entrevistas realizadas a militantes y funcionarias radicales, las que, en la competencia política partidaria desde el llano, para ganarse el ascenso dentro de la estructura, deben encuadrarse en esta homologación contradictoria; pero no podemos obviar que hay otras circunstancias que contribuyen a que una mujer llegue a la cima del poder. Pueden llegar por nepotismo, poder económico, conveniencias partidarias y/o por una absoluta homologación con el arquetipo viril hegemónico.

Entonces, como bien plantea Celia Amorós, una de las formas de aprobar al vencedor “...consiste en aceptar sus definiciones de la cultura, los valores, la trascendencia y la universalidad, y exigir, sencillamente, que se nos apliquen los mismos términos. Otra es la de impugnar sus definiciones y afirmar nuestra propia diferencia como valor, consagrar como valores todo aquello que nos relaciona particularmente con la naturaleza y la vida, la inmediatez, la inmanencia... lo cual no es sino otro modo de aceptar las definiciones patriarcales. Es el varón quien ha inventado nuestra diferencia”.[8]

 

Política y heterodesignación

El riesgo de echar mano de ciertas aptitudes y características femeninas (derivadas de la maternidad, el hogar, el cuidado, etc.) conlleva caer en posturas esencialistas y reconocer como propios atributos que son producto de la heterodesignación de la que fue y es objeto el colectivo. Esto es: aceptar las cualidades atribuidas a las mujeres durante la larga minoría de edad a la que estuvo sujeta y que, cuando accedió a sus derechos cívicos, fueron el motivo para que se le asignaran, como naturales o más apropiadas, tareas de asistencia social y no espacios de poder político.

Sería importante analizar la tendencia que, como una constante, se ha mantenido hasta la actualidad, y es la de asignar a la mujer actividades partidarias que se relacionen con esta supuesta esencia femenina arriba indicada.

Un claro ejemplo es la conformación de las Comisiones en el Congreso Nacional del año 1991. Allí vemos claramente cómo la mayoría de las mujeres fueron derivadas a comisiones vinculadas a temas de carácter social y asistencial: de cincuenta puestos ocupados por mujeres, el 20% fue a Familia, Mujer y Minoridad, el 10% a Educación y el resto distribuidos en Comisiones tales como: Previsión y Seguridad, Asistencia Social, Drogadicción y otras por el estilo. Por supuesto, estuvieron ausentes en Comisiones como: Presupuesto y Hacienda, Defensa Nacional, Finanzas, Juicio Político, Comercio, Ciencia y Tecnología.[9]

Esta aceptación de la diferencia es la que hizo que, por ejemplo, los sindicatos argentinos históricamente hayan sido dirigidos por varones pese a que en muchos de ellos las afiliadas constituían la mayoría.

El esquema jerarquizado de poder que se pone de manifiesto cuando un partido político organiza y legitima secciones femeninas como ramas, secretarías o institutos, y en los sindicatos los puestos de decisión son ocupados por varones exclusivamente, pese al accionar de sindicalistas mujeres, reproduce el esquema de la familia patriarcal donde hay un rol masculino de perfil fuerte en la conducción y un rol femenino de apoyo y colaboración.

De lo dicho se deduce que a las mujeres les son asignadas funciones propias de un espacio conmensurable y a los hombres, en cambio, funciones vinculadas con su supuesta capacidad para la abstracción, tales como las políticas globales y los cambios de fondo, que por otro lado están más ligados al poder.

Otro peligro de la conformación de un arquetipo femenino basado en valores éticos tales como solidaridad, afectividad y no violencia proviene precisamente de la escasa participación de la mujer en el ámbito público.

Desde este punto de vista, por lo tanto, sería contradictorio plantear la necesidad de una efectiva participación en el ámbito político (público) dado que los más altos valores femeninos provienen justamente de la incontaminación (de la dependencia, a nuestro entender) por haber permanecido históricamente en el ámbito privado.

Otro riesgo a tener en cuenta es que la aceptación de la heterodesignación hace que no sólo se internalicen estas supuestas cualidades sino también los prejuicios masculinos sobre la femineidad en general. Así por ejemplo, la idea masculina de que las mujeres somos hábiles en el trabajo concreto pero no lo somos en tareas que impliquen visión global, abstracción, etc., o el prejuicio de que las mujeres no tenemos ambiciones de poder, son aceptados como válidos por muchas militantes y puestos de manifiesto en relación con sus pares. Por lo tanto, esta valoración prejuiciosa en la práctica partidaria determina verdaderas amputaciones al crecimiento político femenino, porque mal pueden confiarse en el colectivo si se considera que las otras mujeres no cuentan con la capacidad necesaria para desempeñar el poder.

Además, la falta de relación con el colectivo (tanto en el ámbito del propio partido cuanto con las militantes de otros partidos políticos) genera un desconocimiento de las otras que hace a y, a su vez, es resultado de una situación de sometimiento a las estructuras partidarias y a incorporar como propios prejuicios interpartidarios.

Este planteo teórico, con todos los peligros que involucra, tiene plena vigencia en la acción política puntual. Un ejemplo de ello es lo expuesto por diputadas y diputados en ocasión del debate parlamentario de la Ley 24012, denominada de cupos, a fines de 1991.

Esta Ley fue arduamente cuestionada por ser considerada, por algunos sectores, como coercitiva, lesiva de los intereses y naturaleza de los partidos políticos, porque privilegiaría a un sector social. Es claro que esta lectura está implicando la suposición de una segura corporativización de las mujeres. No faltó el legislador que en la Cámara de Senadores opinó que, al sentar un precedente jurídico por la aceptación del cupo, los diversos gremios (maestros, obreros, etc.) y hasta los homosexuales podrían reclamar para sí un porcentaje obligatorio en las listas.[10]

Desde otra óptica, esta Ley es considerada como una discriminación en positivo.[11]

Los que admitieron la necesidad de la sanción de esta norma se basaron sobre todo en la reivindicación de aspectos diferenciales, ya sea porque consideran que las mujeres somos más débiles, o bien, porque poseemos valores loables y positivos que cambiarán la política.

Nos dice el diputado Ortiz Pellegrini (UCR-Córdoba): “...con este proyecto tratamos de implantar una actitud educativa y protectora... Es una discriminación positiva para que algunos sectores más débiles, entre comillas, puedan discutir en condiciones de paridad con los que tienen más poder en la Argentina... Estoy seguro de que el espacio que ahora conseguimos para la mujer será custodiado y defendido por ella misma, así como que ninguna servirá de prestanombres”.[12]

En otro tramo del debate, la intervención del ucedeísta Durañona y Vedia, quien sostiene que “la mujer tiene predisposición para lo concreto, rehúye las abstracciones en las que los hombres, a veces, perdemos mucho tiempo. Cuando se protesta en el ámbito del país contra la venalidad pública y la corrupción, ningún ciudadano imagina a la mujer corrupta o venal”,[13] es interrumpida por el legislador Luis González (UCR-Santa. Fe) quien le menciona el caso de la Dra. Servini de Cubría.

Frente a este hecho puntual, se pone de manifiesto que adjudicar un valor ético basándose sólo en el género constituye un planteo incompleto, ya que no advierte la presencia de factores determinantes tales como: ideología, raza, situación histórico-cultural, etc.

Digamos que estos diputados, aun estando a favor de la Ley, además de ponerse en la posición del que otorga, dejan traslucir sus reservas sobre la capacidad y el comportamiento de las mujeres en política.

La mayoría de las legisladoras, en cambio, fundaron su discurso en la reivindicación de los aspectos positivos propios de la mujer, que acarrearían como consecuencia la optimización de la sociedad en la medida en que se incremente su participación, por el solo hecho de pertenecer al género, cayendo de ese modo en un argumento esencialista y parcial (semejante al señalado precedentemente).

Así, por ejemplo, Gabriela González Gass (UCR-Capital) sostiene: “cuando haya más mujeres ocupando cargos en los que se toman las principales decisiones, ellas seguramente serán más democráticas y más expresivas respecto de las necesidades del conjunto de la sociedad”.[14]

Con respecto a la apreciación acerca de que los valores positivos de la mujer provendrían de su permanencia en el ámbito privado, la diputada Ruth Monjardín de Masci (Pdo. Fed.-CFI-Bs.As.) aduce como “uno de los motivos por los que quiero que haya más mujeres en este recinto es por la rectitud que ellas tienen, que han adquirido en la experiencia de la lucha cotidiana que libran en el hogar... No conocen recovecos, vueltas o picardías a las que quizás sus esposos recurren para conseguir algo en el difícil mundo de la calle”.[15]

Mundo privado, de pureza, rectitud, sensibilidad, afecto y solidaridad contrapuesto al ámbito público de la violencia, la insensibilidad y la crueldad. Así lo dice Matilde Quarracino (Afirmación Peronista-Bs. As.): “Construiremos un mundo más humano y menos cruel”.[16]

Las figuras que se proponen en algunos casos como arquetipos son la madre y la maestra: ambas son fuente de sabiduría, caridad, fe y solidaridad; son figuras rectoras por ser quienes forman a los hombres. Al respecto, Roberto A. Cruz (PJ-Bs. As.), nos dice: “Cuando se requiere caridad, amor, solidaridad, cuando hay que dar una mano, ¿en quién pensamos? Pensamos en la mujer”.[17]

 

Conclusiones

La precedente explicitación de los valores positivos del conjunto de las mujeres y la consecuente suposición de que el mundo mejorará en tanto se incorpore mayor cantidad de mujeres a la política, nos resulta aceptable en la medida en que esta idea funcione como reguladora, por cuanto consideramos que la, aún actual, situación de injusticia en que se encuentra la mujer respecto de la política necesita de variadas y distintas estrategias para revertirse.

Estas estrategias van desde el aprovechamiento de toda discriminación en positivo (como lo es la Ley de Cupos) hasta la necesidad de que las mujeres políticas pacten entre sí por encima de los intereses y obediencias partidarias, pasando por los cursos específicos de capacitación.

No estamos de acuerdo con la homologación (tal como está planteada) porque intentar reconocerse en un arquetipo masculino, entre otras cosas, quita cohesión al colectivo (con todas sus nefastas consecuencias); tampoco con la homologación contradictoria o parcial y la heterodesignación, porque fomentan la minoridad y los prejuicios. En los tres casos se genera un deber ser alienante. Sí suscribimos, como ya lo hemos planteado, a la igualdad compleja de María Luisa Boccia, quien sostiene: “... esta idea o sistema asume la dimensión de la diferencia, no sólo como cualidad empírica, sino también como posición asimétrica entre los sujetos. En este sentido, la igualdad es el efecto de una relación, por cierto compleja, entre identidades no reductibles a una medida común...”.[18]

Creemos que las prácticas de acción política debieran estar acompañadas de una constante reflexión en y sobre el colectivo, que genere nuevas alternativas teóricas para construir por autodesignación y resolver así la antinomia (igualdad vs. diferencia) que entrampa la acción.

En otras palabras, las características de género deben ser el resultado de una autodesignación producto del continuo debate en el colectivo, con el agregado que género debe estar interrelacionado conceptualmente con raza, clase, sexualidad, cultura, etc. No se puede hablar de todas las mujeres en general. “Hoy ya no es posible, ni en el plano teórico ni en el político, hacer invisible o encubrir la complejidad de las diferencias culturales entre mujeres tras la cómoda etiqueta de una sororidad biológica o estratégica que nos uniría frente al ‘enemigo común’”.[19]

Creemos, en fin, que dicha práctica generará un nuevo sujeto político que seguramente modificará a la propia política; sujeto político que distará tanto del modelo masculino hegemónico cuanto del femenino producto de la heterodesignación.

Su primer postulado establece la necesidad de partir de la propia vivencia de la opresión, los propios conocimientos y la propia experiencia de los/as alumnos/as. Es decir, incorporar como contenido de la enseñanza a los saberes y la conciencia de género.

En el trabajo de clase, una estrategia central será entonces problematizar aquello que parece ordinario o natural. El aula es un ambiente liberador donde un “educador-educando” y un “educando-educador” actúan como sujetos, no como objetos. Los procesos de enseñanza y de aprendizaje son activos, reflexivos, comprometidos con el contenido y con “los otros”, con la sociedad, con las organizaciones y con la transformación.

Este enfoque sugiere una nueva manera de estar con los/as otros/as en la clase: cada uno/a comprometido/a con el aprendizaje del/a otro/a, cada uno/a pone en juego sus diferencias en lugar de ocultarlas o negarlas. La clase se transforma en un lugar importante para conectarse con las raíces, el pasado, e imaginar el futuro.

La experiencia se analiza desde diferentes ópticas, se relaciona con otras evidencias, se interpreta de diferentes formas. De esa manera podemos integrar nuestro nuevo conocimiento y modificar nuestra comprensión pasada. Pero permanecemos ancladas en nuestra experiencia, manteniendo el sentido de nosotras/os mismas/os como sujetos.

En este contexto, los que aprenden desarrollan su independencia, el pensamiento crítico, el respeto por el/la otro/a y la capacidad de realizar un trabajo compartido.

Tres conceptos centrales sustentan teóricamente esta pedagogía: empowerment, comunidad y liderazgo.[20]

a)    El punto de partida es el reconocimiento de que en la escuela se juega el poder en relaciones que suelen ser de subordinación y dominación. Enfatizando el empowerment, desde el feminismo se apunta a la energía, la capacidad, el potencial, la acción. Usando el concepto de poder como capacidad, la meta es aumentar el poder de todos los actores y no limitar el de algunos.

b)   En cuanto a la “comunidad”, se sigue a Carol Gilligan y su teorización sobre la construcción de la moralidad en el niño y en la niña. Esquemáticamente, según Gilligan, las mujeres tienden a establecer “conexiones”; para ellas, las relaciones son más importantes que las reglas; los varones por su parte, tienden a definirse a través de la separación: se respeta el derecho del/a otro/a pero se hace poco por ayudarlo/a a desarrollarse como humano. Esta moral ha sido y es el ambiente hegemónico en la experiencia escolar. Sin embargo, el empowerment sólo puede darse cuando hay sentido de “mutualidad”. Se trata de estimular a los/as estudiantes a que construyan conexiones con su pasado colectivo, con los/as otros/as y con el futuro, para llegar a reconocer que “lo personal es político”.

c)    El liderazgo es la capacidad y el deseo de actuar por nuestras creencias. Un/a líder es una persona que sabe cómo llevar adelante su proyecto personal y el proyecto colectivo y que impulsa a otro/as a hacerlo. Implica que el cambio no se produce mágicamente sino por el activo ejercicio de la voluntad y la acción, dirigidas hacia nosotras mismas o hacia las estructuras. En la pedagogía feminista la docente es sobre todo un modelo de líder y su práctica también tiende a formar líderes, ya que sus alumnos/as aprenden a articular sus experiencias con las estructuras sociales, a tender redes de trabajo con otro/as en las mismas condiciones, a trabajar en grupos, a tomar diferentes roles y a argumentar por sus necesidades. Y muchas más habilidades de un/una líder.

 

En síntesis

Proponemos mantener la bandera de la igualdad como meta. No puede ser de otra manera en este mundo donde todavía se discrimina y descalifica a las mujeres en el trabajo, en la toma de decisiones, en la política.

Sin embargo, y volviendo a Santa Cruz, nos interrogamos:

¿Cómo llegar a la autonomía, sin indagar la experiencia de la heterodefinición?

¿Cómo construir una equipotencia, sin indagar las múltiples formas en que el poder masculino ha regulado y regula nuestros cuerpos y nuestras mentes?

¿Cómo lograr la equifonía, sin probar y ensayar primero una voz propia?

¿Cómo conseguir la equivalencia, sin descubrir nuestro propio valor?

¿Cómo ser sujetos de interlocución, cómo construir la “responsabilidad de los individuos-sujetos actuantes en todas las relaciones sociales, familiares y duales” sin indagar en nuestras propias interlocuciones familiares primarias?

Es posible entrever en el paradigma de la diferencia una interpretación esencialista de lo femenino, o un registro muy lejano de la historicidad del género. Sin embargo, la pedagogía emanada de sus principios resulta una sugerente fuente para la construcción de una educación que apunte a una real igualdad social de las mujeres.



*              Este trabajo es una síntesis de la monografía que realizamos para el Seminario de Doctorado Problemas de teoría filosófica del género: la conceptualización del sujeto-mujer en las corrientes feministas actuales, el que, a cargo de la Dra. María Isabel Santa Cruz, se llevó a cabo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en el primer cuatrimestre de 1993.

[1]              Diario Sesiones Diputados, 6 y 7 de noviembre, 1991, p. 4095. Exposición de la Dip. Inés Botella.

[2]              Moreno, Amparo, El arquetipo viril protagonista de la Historia, Barcelona, La Sal, ediciones de les dones, 1986, p. 97.

[3]              Amorós, Celia, “El nuevo aspecto de la polis”, La balsa de la Medusa, N° 19/20, 1991, p. 122.

[4]              Marx, Jutta, Mujeres y partidos políticos, Buenos Aires, Legasa, 1992, p. 124.

[5]              Ob. cit., p. 129.

[6]              Ob. cit., p. 128.

[7]              Ob. cit., p. 169.

[8]              Amorós, Celia, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Barcelona, Anthropos, 1985, p. 137.

[9]              Publicación de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación: su composición y comisiones, la edición, 1990.

[10]             Diario Sesiones Senadores, 20 y 21 de septiembre de 1990, p. 3798.

[11]             A efectos de esta óptica (la discriminación en positivo) es interesante el trabajo “Sobre la constitucionalidad de la cuota mínima de mujeres en los partidos políticos” de Marcela Rodríguez en Capacitación política para mujeres: género y cambio social en la Argentina actual, compilado por Diana H. Maffía y Clara Kuschnir, Buenos Aires, Feminaria editora, 1994.

[12]             Diario Sesiones Diputados, 6 y 7 de noviembre de 1991, p. 4156/7.

[13]             Ob. cit., p. 4100.

[14]             Ob. cit., p. 4097.

[15]             Ob. cit., p. 4120. (El destacado es nuestro).

[16]             Ob. cit., p. 4124.

[17]             Ob. cit., p. 4146.

[18]             Boccia, María Luisa, “Identidad sexual y formas de la política”, com. al Seminario Mujer y participación política, Granada, marzo de 1990.

[19]             Santa Cruz, Isabel, “Sobre el concepto de igualdad: algunas observaciones”, Isegoría, N° 6, 1992, p. 149.

[20]         Volume XIX Numbers 1 & 2 (Spring Summer 1991); Romney, Patricia, Tatum, Beverly y Jones Jo Anne, “Feminist Strategies for Teaching about Oppression: The Importance of Process” en IDEM Volume XX, number 1 & 2 (Spring Summer 1992).

 

Document Actions
Editor Responsable de la versión electrónica

Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad Nacional de La Plata - CONICET
Calle 51 e/ 124 y 125 | (1925) Ensenada | Buenos Aires | Argentina
Edificio C Oficina 318
Teléfono: +54 221 4236673 int. 1178
cinig@fahce.unlp.edu.ar

portlet fahce

portlet bibhuma

portlet memoria

portlet publicaciones