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El yo epistémico y el yo moral en la perspectiva de Hume

Margarita Costa

Universidad de Buenos Aires

Hume comienza el Libro I del Tratado de la naturaleza humana -Acerca del entendimiento- refiriéndose a las percepciones de la mente, sin especificar su status ontológico ni dar una definición general de ellas.[1] Esto se debe a que son indefinibles, se dan con una evidencia incorregible y Hume no considera necesario ni posible, por otra parte intentar explicar su origen, como lo habían hecho a su turno Descartes, Locke y Berkeley entre otros. Todos somos conscientes de nuestras percepciones, o mejor dicho, ellas constituyen nuestra conciencia, como un flujo constante a lo largo de nuestra vida.

A continuación, Hume procede a clasificar las percepciones en impresiones e ideas y hace radicar la diferencia entre unas y otras en la mayor fuerza de las impresiones, que es la vivacidad o luminosidad de lo dado en forma inmediata. Todos estos adjetivos son metafóricos, pero no parece haber otra manera de presentar la cuestión sin introducir elementos extraños. Por otra parte, en trabajos recientes se ha comenzado a dar mayor valor a las metáforas empleadas por los filósofos, que a menudo no pueden ser reducidas a discurso teórico sin menoscabo o falseamiento de las tesis propuestas.

Todas las impresiones se transforman instantáneamente en ideas, lo que significa que conservan su contenido descriptivo pero pierden gran parte de su vivacidad, hasta convertirse en “ideas perfectas”, que parecen alejarnos de la realidad. Algunas, más vivas, son recuerdos; otras, más débiles, imágenes. Hume tampoco considera necesario explicar el fenómeno del pasaje de las impresiones a las ideas, pues “cada uno por sí mismo percibirá fácilmente la diferencia entre sentir y pensar” (Treatise, I, I, I, 2). Al sentir corresponden las impresiones y al pensar, las ideas.

Las impresiones se dividen a su vez en las de sensación “que surgen originalmente en el alma por causas desconocidas” (Treatise, I, I, 1, 7) (ya dijimos que Hume obviaba la cuestión de explicar su origen) y las de reflexión, por ejemplo las impresiones de placer y dolor y todas las emociones y pasiones que los seres humanos somos capaces de experimentar, las cuales surgen con ocasión de ciertas ideas procedentes de la sensación. Lo que desencadena, pues, el proceso psíquico, son las sensaciones: sin estas impresiones no habría vida consciente. Para emocionamos o apasionarnos necesitamos una causa, y ésta se encuentra siempre en alguna idea originada en impresiones de la sensación.

Ahora bien, Hume no puede evitar hablar de impresiones de la mente. Pero en esto hay una especie de petitio principii, ya que la mente no sólo no precede a las percepciones sino que no es nada sin ellas. Es solamente un haz o colección de percepciones unidas por ciertas relaciones, pero que pueden, cada una de ellas, existir independientemente. Cuando dirigimos nuestra mirada a nuestro interior, encontramos sólo percepciones fugaces, en perpetuo flujo y movimiento.

Dice Hume en el Tratado: “podemos observar que lo que llamamos mente no es sino un haz o colección de diferentes percepciones unidas entre sí por ciertas relaciones, y al que se supone, aunque esto sea falso, dotado de una perfecta simplicidad e identidad. Ahora bien, como toda percepción se distingue de cualquier otra y puede considerarse que existe separadamente, se sigue evidentemente que no hay ningún absurdo en separar de la mente cualquier percepción particular, es decir, en cortar todas sus relaciones con esa masa de percepciones que constituyen un ser pensante” (Treatise, I, IV, II, 207). Es decir, que ni siquiera por un lapso breve de tiempo podemos hablar de la persistencia de la conexión o haz de percepciones que es nuestro yo epistémico, ya que éste puede ser mutilado de cualquiera de ellas sin sufrir menoscabo.

En un pasaje del Tratado, Hume dice que la mente es como un teatro en que se representan muy variadas escenas, pero él mismo se apresura a advertimos que no debemos dejarnos llevar por la metáfora del teatro, ya que no hay escenario, sino sólo escenas que se suceden, se entremezclan y se reemplazan unas a otras constantemente.

Con esto hemos llegado a lo que llamaré “la deconstrucción del yo epistémico”. De todos modos, Hume debe explicar por qué cada uno de nosotros cree que su yo es una unidad y posee identidad. Comienza refiriéndose a la identidad que atribuimos a los objetos físicos, la cual se funda en la semejanza de nuestras impresiones en distintos momentos de tiempo. Pero esta identidad se contradice con la obvia interrupción de nuestras percepciones. Es decir, para abreviar, la identidad de los objetos es sólo una invención de los metafísicos, avalada en cierto modo por los hábitos de nuestra vida ordinaria. Del mismo modo se origina la ficción metafísica de la sustancia como un sustrato, conocido o desconocido, en el cual inhieren las cualidades.

En cuanto a la identidad personal o idea del yo, Hume considera que ésta es una cuestión muy ardua y la va a analizar en dos etapas. En la primera trata el tema, como venimos haciéndolo hasta ahora, desde una perspectiva epistémica. En primer lugar, niega que tengamos una impresión de nuestro yo de la cual pudiera derivarse la idea. Ya ha dicho que cuando dirigimos nuestra atención hacia el interior de nosotros mismos, nunca captamos sino una percepción particular, a la que vertiginosamente le suceden otras; todas, no obstante, separables. Mi yo o conciencia, dijimos, es para Hume una colección de percepciones que se suceden con gran rapidez, pero la imaginación nos lleva confundir una sucesión de objetos relacionados con un objeto idéntico. Hume ha mostrado que nuestras percepciones se dan en sucesión y se relacionan por contigüidad y causalidad, pero sólo un arraigado prejuicio metafísico puede hacernos atribuir necesidad a esa relación, como en el caso de los objetos físicos. Nada más efímero, pues, que el sujeto epistémico de Hume y ésta es una de las tesis que le ha valido el ser calificado de escéptico, calificativo que él no rechazaría si se trata de un “escepticismo antecedente” moderado. Tal escepticismo, en su forma más radical, está representado principalmente por la duda cartesiana, considerada por sus cultores como “un preservativo soberano contra el error y el juicio precipitado”, que ha de conducirnos a un principio absolutamente indubitable. Pero Hume niega de plano que exista tal principio, y concluye que, de existir, no nos permitiría avanzar un paso más allá de él. Esto lo lleva a afirmar que “la duda cartesiana...., si fuera posible alcanzarla a algún ser humano (lo cual es obviamente imposible), sería enteramente incurable”[2]. Admite sin embargo, que “debe confesarse que esta especie de escepticismo, cuando es más moderado, puede entenderse en un sentido muy razonable y es una preparación necesaria para el estudio de la filosofía” (loc. cit.)

Lo visto hasta ahora corresponde a la línea de interpretación canónica de Hume, no sólo respecto del sujeto, sino también de la causalidad, la sustancia y la existencia del mundo exterior. Desde esta perspectiva, Hume fue un escéptico que condujo una crítica demoledora contra la metafísica tradicional y despertó a los filósofos de sus ensoñaciones metafísicas. A partir de él, la filosofía debía tomar otros rumbos -y en efecto lo hizo- como en el caso del gran movimiento idealista iniciado por Kant, que termina por reducir toda la realidad a sujeto o idea.

Pero ésta es sólo una parte de la historia. Con el libro de Norman Kemp Smith[3], publicado por primera vez ya bien entrado este siglo, se inicia una revalorización del pensamiento del filósofo escocés, y es desde esta nueva perspectiva que comienza a destacarse los aspectos positivos de su filosofía. A continuación nos referiremos al sujeto en esta nueva etapa, al que hemos llamado el yo moral y al que no hacían referencia los críticos anteriores a Smith.

Hume dedica el Libro II del Tratado a las pasiones, antes de ocuparse -en el Libro III- de la moral y la política. Por tanto, no es posible obviar este tema si se quiere comprender los principios de su filosofía práctica. Hasta ese momento se había dado de las pasiones una visión negativa, considerándoselas como “enfermedades del alma”, o como dirá Kant más adelante, como inclinaciones subjetivas que deben someterse a las leyes universales de la razón. El sujeto moral era un ser cuya voluntad debía regirse por preceptos racionales, a la vez que esa misma razón daba cuenta de la esencia y el ser de dicho sujeto.

Por tanto, debemos analizar el “yo moral” de Hume para comprender la distancia que lo separa de esas concepciones. En el Libro II del Tratado, en el que las pasiones son concebidas de una manera distinta de la tradicional, destacándoselas como un tema central de la ciencia del hombre, dice Hume que “es evidente que la idea, o más bien la impresión de nosotros mismos, está siempre íntimamente presente a nosotros y que nuestra conciencia nos da una concepción tan viva de nuestras propias personas, que no es posible imaginar cosa alguna que pueda superada en este sentido”. (Treatise, II, I, 11).

Efectivamente, en su tratamiento de las distintas pasiones, a las que no se limita a describir, como lo había hecho anteriormente Hobbes, sino que nos proporciona una explicación de cómo y por qué surge cada una, Hume apela constantemente al yo, y éste no puede ser una mera ficción, puesto que transmite su vivacidad a todo objeto relacionado con él. No se trata de la idea del yo o sujeto constituida a partir de principios epistémicos, sino de una impresión o al menos una idea muy viva e inmediata de nosotros mismos. Este es, por otra parte, el yo del hombre común, el sujeto de las pasiones y la moral, no, parodiando una expresión aplicada por Pascal a Dios, “el yo de los filósofos”. Por eso también, habla aquí de pasiones y no de impresiones de la reflexión, como cuando describía, en el Libro I, el origen empírico del conocimiento.

Volviendo a las pasiones, en relación con nuestro tema nos interesa la clasificación que de ellas hace Hume en directas e indirectas. Las directas -dice Hurne- son las que surgen inmediatamente del bien o del mal, del placer o del dolor, como la aversión, la pena, la alegría, la esperanza, el temor, etc. Las indirectas proceden de los mismos principios pero “por la conjunción de otras cualidades” (Treatise, II, I, I, 276). Hume describe, en ese orden, el orgullo y la humillación y el amor y el odio. Es decir, son pares de pasiones opuestas entre sí, en las que el yo se ve afectado por un mecanismo similar, pero por sentimientos contrarios. Dichos sentimientos no se dan directamente, sino que se requieren determinadas circunstancias y relaciones para que puedan manifestarse.

Por razones de espacio me referiré sólo a una de las pasiones indirectas: el orgullo. El objeto del orgullo, dice Hume, es “el yo, o sea esa sucesión de ideas e impresiones relacionadas de las cuales tenemos una íntima memoria o conciencia” (Treatise, II, I, II, 277). La colección de percepciones no implica la ficción de una sustancia, como sucedía cuando se trataba del conocimiento del yo. Aquí se trata del sentimiento del yo. El yo es algo que sentimos, de lo que somos conscientes, y podemos perfectamente coincidir con Hume en que no es posible describirlo como un objeto estático, sino como una sucesión o flujo de percepciones o lo que luego se llamaría “la corriente de la conciencia”.

Es interesante destacar, por otra parte, que mientras que en el Libro del Tratado Hume hablaba exclusivamente de la “asociación de ideas”, aquí admite también una relación entre impresiones. Veamos como describe Hume el orgullo: su objeto, hemos dicho, es el yo, cuya experiencia, en el caso de esta pasión, nos produce un sentimiento agradable. No otra cosa significa decir que “nos sentimos orgullosos de nosotros mismos”. Pero aquí no termina la descripción del orgullo. Si el yo, además del objeto, fuera también la causa del orgullo, lo sería en todas las ocasiones en que se encuentra involucrado, mientras que es posible que algunas veces nos avergoncemos de nosotros mismos, es decir, experimentemos la pasión contraria.

El objeto es en ambos casos nuestro yo, pero debe buscarse la explicación o causa del sentimiento en otra parte. La causa puede ser una cualidad de la mente, como el ingenio, el coraje, la sabiduría, o una aptitud corporal, como la agilidad o la habilidad manual. Pero la causa del orgullo se extiende también a todas las cosas que tengan alguna relación con nosotros -como nuestro país, nuestros hijos, nuestra casa y, en general, todo lo que llamamos “nuestro”. Aquí Hume introduce una nueva distinción entre aquello que es el sujeto de la pasión (entendiendo aquí el término en su sentido original de subjectum, lo que está debajo) y una cualidad estimable de dicho sujeto.

Un ejemplo aclarará lo que Hume quiere decir. Estoy orgullosa de la casa en que vivo. El sujeto de la cualidad que causa mi orgullo es la casa misma, y la cualidad, su belleza o su comodidad. Como la casa me pertenece, es decir, está ligada a mí por el vínculo de propiedad, el orgullo se dirige a mi yo, que soy el objeto de la pasión. Vemos, a través de este ejemplo, que no es posible explicar ninguna de las pasiones indirectas sin la referencia al yo. Si la casa no me perteneciese, podría sentir admiración o envidia hacia su dueño, pero no orgullo.

Según Hume, entonces, sin una referencia al yo no es posible dar cuenta de las pasiones indirectas. Así, pues, analiza minuciosamente cada una de ellas y nos presenta muchos ejemplos que confirman su teoría. Según el “método de desafío”, empleado con frecuencia por Hume, sería necesario encontrar un contra-ejemplo para invalidarla, pero considera que es imposible hallarlo.

Falta explicar por qué Hume elige las pasiones indirectas para mostrar la indubitabilidad del yo moral. Esto no presenta mayores problemas si aceptamos la descripción que de ellas nos da Hume. Las directas surgen “inmediatamente” del placer o el dolor; nuestra dificultad puede residir más bien en distinguirlas de éstos últimos. Las indirectas, en cambio, revelan la complejidad de la naturaleza humana, de un ser -el hombre- que no es ni exclusivamente egoísta ni universalmente benévolo, sino ambas cosas a la vez. Esa complejidad no se ve atenuada por el recurso a una razón esclarecedora o a un Dios que nos dicta lo que debemos hacer. Guiarse por las “buenas pasiones” es actuar moralmente. El orgullo parece ser una de ellas, con lo que Hume se opone a ciertos principios de la moral cristiana, pero crea un espacio para la introducción de una nueva moral, ni rigorista ni excesivamente complaciente, aunque, en mi opinión, al alcance del común de los hombres.

Todo lo demás podría haber sido llamado por Hume “meta-ética”, de haber existido en su época ese término.

Respecto del yo epistémico, podemos decir que Hume adopta una postura solipsista. Sólo por introspección puede cada individuo captar sus propias percepciones, relacionadas en el tiempo por sucesión, contigüidad y causalidad. Estas relaciones -contingentes, por ser productos de la mera asociación de ideas- lo llevan a agrupar sus experiencias en una colección de la cual tiene una evidencia incorregible, pero más allá de la cual no percibe nada permanente y estable. No obstante, en virtud de ciertos principios que ya hemos mencionado y con el objeto de salvar ciertas contradicciones, suele “fingir” respecto de dicha colección una identidad de carácter ontológico. Por otra parte, el yo epistémico percibe objetos como exteriores a sí mismo y aplica a esas percepciones las mismas leyes de asociación, pero ningún nuevo principio le permite superar la contingencia fenoménica.

Por eso, nuestro interés se centra en el yo moral, que hemos descrito como sujeto de las pasiones. Este yo presenta una dimensión social que es fundamental para la comprensión de la filosofía de Hume, la que si bien se inaugura con extensas consideraciones de carácter episternológico, no se interesa primordialmente por el mundo natural sino por el mundo humano.

Su objeto, como el de todos los llamados “moralistas británicos” de los siglos XVII y XVIII, es fundar la moral, que en el caso particular de Hume es una moral social.

Lo que permite al hombre relacionarse con otros hombres y reconocer en ellos sus congéneres, hacia los que tiene deberes y de los que en buena medida depende su bienestar, no es propiamente un sentimiento, sino un mecanismo psicológico, que Hume llama simpatía. Ella es posible, en primer lugar, porque el hombre es un ser pasional; en segundo lugar, porque todos los hombres son capaces de experimentar sentimientos semejantes; y en tercer lugar, porque todo lo que se relaciona con nuestro yo tiene la virtud de hacer más vivas nuestras ideas. La vivacidad es un criterio que Hume siempre utiliza cuando aquello que percibimos, recordamos o imaginamos, se relaciona con alguna impresión presente.

La simpatía no es un simple “contagio de sentimientos”, ni, como sostenía Adam Smith, un simple ponernos imaginariamente en el lugar del otro[4], sino, como dijimos, un mecanismo psicológico bastante más sutil y complejo y, sobre todo, no fundado en consideraciones egoístas. Refiriéndose a nuestra aprobación de las hazañas llevadas a cabo por personajes históricos, dice Hume que “No es sino un débil subterfugio... decir que nos transportamos a nosotros mismos, por la fuerza de la imaginación, a edades y países distantes y consideramos la ventaja que habríamos obtenido de esas personas si hubiéramos sido contemporáneos y tenido alguna relación con ellas”(Enquiries, V, I, 176).

Todos concederemos que es evidente que no puedo percibir lo que otro percibe; quiero decir, no puedo captar su percepción, que le pertenece a él exclusivamente y a la que no tengo acceso directo por ser un fenómeno interno. Pero puedo en muchos casos inferirla. Por ejemplo, puedo inferir que otro hombre ve lo mismo que yo veo si dirige su vista hacia el mismo lugar al que yo dirijo la mía. El lenguaje nos permite entendernos respecto del contenido de nuestras percepciones de sensación. Pero decir que el otro “ve lo mismo” es sólo una forma de hablar, porque su percepción nun­ca puede serme accesible en forma directa, como tampoco pueden serle accesibles a él las mías. Por otra parte, su percepción, que él puede describir mediante palabras que yo entiendo, no avivará en modo alguno mi propia percepción, aunque estemos “hablando del mismo objeto”. Los sujetos epistémicos se mantienen aislados. El lenguaje tiende un puente que puede ser muy conveniente para la vida práctica, pero no puedo dejar de reco­nocer, si practico lo que Hume llama la buena filosofía, que ese puente es convencional y no tiene su fundamento en la naturaleza de las cosas.

Con las pasiones, al parecer, sucede algo distinto. Tampoco puedo penetrar el sentimiento del otro y hacerlo mío sin más. Sólo puedo inferirlo, como en el caso de cualquier percepción ajena. Esta inferencia se realiza a partir de una impresión de la sensación: percibo los gestos o las palabras del otro. Pero debe tratarse de gestos o palabras “conmovedores”, es decir, que evidencien una particular carga emocional en la persona a quien observo. A partir de esa percepción de sus gestos, palabras u otros signos externos, me formo una idea de lo que esa persona siente, es decir, de su pasión o sentimiento en ese momento. Y la idea se hace tan viva ─dice Hu­me─ que se transforma en el sentimiento mismo.

Ya no se trata de dos observadores que se comunican por medio de palabras sus percepciones, sino de seres a quienes unen los sentimientos, mucho más fuertes que cualquier vínculo epistémico. Pero puedo preguntarme qué es lo que aviva mi idea del sentimiento del otro convirtiéndola en un sentimiento semejante. Sólo una “impresión” puede comunicar vivacidad a una idea y dicha impresión será en este caso la de mi propio yo, que sigue siendo una colección de percepciones, pero que se distingue de otras “colecciones” vivenciales por la vivacidad que caracteriza a los sentimientos y pasiones experimentados en esa circunstancia especial.

La sociabilidad primaria entre los hombres se explica por los sentimientos de benevolencia o amor que experimento hacia otros seres humanos. Pero en tanto que dichos sentimientos fortalecen la unión de quienes están vinculados por estrechos lazos de parentesco o afecto mutuo, la simpatía es capaz de extenderlos aun a aquellos que nos son totalmente ajenos, incluso, en el ejemplo citado, a hombres que vivieron en otras épocas y en los lugares más remotos. Parafraseando a Mackie, quien se refiere a la asociación de ideas como cemento del mundo natural,[5] podemos decir que la simpatía es para Hume el cemento del mundo moral.



[1]              D. Hume, A Treatise of Human Nature, Analytical Index by L.A. Selby-Bigge, Second Edition, with text revised and notes by P.H. Nidditch, Oxford, Clarendon Press, 1987, Book 1, Part 1, Section I, p.1.(en adelante citado entre paréntesis: Treatise, con indicación de Libro, Parte, Sección y página).

 [2]              D.Hume, Enquiries Concerning Human Understanding and the Principies of Morals, reprinted from the 1777 edition with Introduction and Analytical Index by L.A. Selby-Bigge, Third Edition, with text revised and notes by P.H. Nidditch, Oxford, Clarendon Press, 1988, Section XII, Part I, p.116. (En adelante citado: Enquiries, con indicación de sección y página)

[3]              N. Kemp Smith, The Philosophy of David Hume, London, Macmillan, 1941.

[4]              Cf. Adam Smith, “The Theory of Moral Sentiments”, en British Moralists, selected and edited by D.D.Raphael, Indianapolis/Cambridge, Hackett Publishing Co.Inc., 1991, p378

 [5]              J.L. Mackie, The Cement of the Universe, a Study of Causation, Oxford, Clarendon Press, 1974.

 

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