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Sobre esencias y género: el problema de la definición del genérico

Angeles J. Perona
Universidad Complutense de Madrid

 

Una de las cuestiones fundamentales de la teoría feminista contemporánea es la elucidación de la capacidad de las mujeres como sujetos (desde un punto de vista ontológico, moral y político) en relación con la definición esencialista de su genérico. El tema clave es, pues, cómo definir el genérico o, más exactamente, saber hasta qué punto puede resultar conveniente para la práctica feminista esforzarse teóricamente por seguir manteniendo un concepto tan cargado valorativamente como del de “genérico”; y si éste es el caso, entonces habrá que saber en qué términos tal concepto resulta operativo para la práctica feminista. Esta discusión se da en el marco más general de la polémica entre el denominado feminismo de la igualdad y el denominado feminismo de la diferencia, y aunque salvo excepciones las pensadoras de ambas líneas se esfuerzan en mantener tal concepto, intentando dotarlo de un sentido distinto al legado por el patriarcado, los resultados son divergentes. El feminismo de la diferencia, si bien no en todos los casos, ofrece una definición esencialista cuyos rasgos formales característicos coinciden con los de la definición patriarcal, aunque la definición feminista se inserta en un contexto radicalmente antipatriarcal. El feminismo de la igualdad, por su parte, tampoco renuncia a tal concepto, pero se debate en el intento de dar una definición no esencialista.

El trabajo realizado hace unos años por C. Gilligan1 sobre el desarrollo moral de las mujeres tiene una serie de cualidades que le hacen propicio para ser utilizado con frecuencia con el fin de alimentar propuestas feministas de tinte esencialista. Se trata de un trabajo que se presenta como alternativa frente a las investigaciones de Kohlberg sobre el desarrollo moral humano. A juicio de Gilligan los estudios de este último adolecen de parcialidad; en ellos solamente se contemplan las experiencias morales de los varones, que, sin embargo, son presentadas corno si lo fueran de toda la especie. A partir de estos estudios, Kohlberg construye un modelo de desarrollo moral que, al ser aplicado a las mujeres, da como resultado el que éstas, por regla general, no alcancen las etapas superiores del desarrollo moral. Gilligan, por su parte, intenta paliar la parcialidad señalada presentando un modelo alternativo de desarrollo moral; un modelo construido desde el punto de vista del colectivo humano excluido por Kohlberg, las mujeres. Lo interesante del asunto para nuestro tema es que alcanzar los niveles superiores del desarrollo moral es lo que convierte a un ser en sujeto moral y, en este contexto teórico, ser sujeto moral (orden del deber ser) es un trasunto de ser sujeto político (orden de la polis) y de ser sujeto desde un punto de vista puramente ontológico (orden del ser).

En su estudio constata Gilligan que las mujeres responden de manera distinta ante los dilemas morales. A su juicio, el modo de pensar anexo al desarrollo psicológico-moral de las mujeres es contextual y narrativo, frente al modo formal y abstracto propio del desarrollo psicológico-moral de los varones. Esto hace que las mujeres, ante un dilema moral, se centren en el tema de la responsabilidad implícita y explícita y en el de las relaciones de los diversos sujetos implicados en tal dilema. En una palabra, atienden al cuidado. Frente a esta posición, los varones ante un dilema moral, ponen el acento en la cuestión de derechos y reglas; se centran, pues, en la imparcialidad. El enfoque moral de las mujeres ve en la otra postura una justificación potencial de la indiferencia y el descuido, mientras que la postura analizada por Kohlberg ve en la otra una apariencia de inconclusión e indefinición.

En cualquier caso, conviene tener presente que cierta ambigüedad no es ajena a los planteamientos de Gilligan, pues no se sabe a ciencia cierta si esos dos tipos de desarrollo moral a los que se hacía referencia en el párrafo precedente se corresponden de forma esencialista, respectivamente, a mujeres o varones, o si por el contrario son construcciones histórico-culturales, en cuyo caso habría que investigar desde qué punto de vista se han construido y quién ha asignado el reparto de papeles. Sin embargo, lo que sí hace patente Gilligan es que se trata de dos visiones complementarias (no secuenciales, ni opuestas) de la moralidad.

Investigaciones como las realizadas por Gilligan constituyen lo que S. Benhabib denomina un análisis explicativo-diagnóstico,2 esto es, se trata de una investigación crítica y socio-científica que precisamente por su carácter crítico, por su denuncia de los estudios de Kohlberg y de las teorías psicológico-morales en general como teorías sesgadas al excluir el punto de vista y, las experiencias de las mujeres, ha despertado fuertes intereses en el campo del feminismo. Así pues, no es de extrañar que el trabajo de Gilligan haya generado una literatura feminista que asume en distinto grado e interpreta de diversa manera tal investigación.

Desde el denominado feminismo de la diferencia se han asumido por regla general las tesis de Gilligan, interpretándolas como instancias de justificación de sus propias posiciones teóricas. En efecto, dicha obra le confirma a la mencionada perspectiva teórica feminista su tesis según la cual las mujeres son diferentes, tienen un discurso diferente, una racionalidad diferente y unos valores diferentes. Gilligan, en efecto, considera que las mujeres tienen un desarrollo moral diferente al de los varones, y diferente en este caso no quiere decir necesariamente mejor: esta autora, a diferencia de otras menos cuidadosas o más comprometidas, no construye un discurso de la excelencia. Desde su punto de vista ambos desarrollos morales son igualmente válidos. El problema es que, suponiendo que fuera así, falta que se reconozca de forma generalizada; habría, pues, que preguntar por qué no se reconoce y si Gilligan lo hiciera y analizara las causas de esos desarrollos morales diferentes y sus respectivos modos de generación entonces quizá concluyera que en realidad esos desarrollos morales no son igualmente válidos, del mismo modo que no es igual aquello que es fruto de una autodesignación y lo que es fruto de una heterodesignación.3

La asunción e interpretación de los trabajos de Gilligan desde el feminismo de la diferencia ha generado lo que con terminología de Benhabib se podría denominar una crítica anticipatorio-utópica4 de las normas y valores de nuestra sociedad y cultura contemporáneas, o, al menos, de lo que se considera rasgo distintivo (negativo) de tal sociedad y cultura. Esta crítica se hace desde un punto de vista normativo y filosófico que intenta clarificar los principios morales y políticos, por un lado, en el nivel metaético por lo que hace a la lógica de su justificación, y, por otro lado, en lo que se refiere a su contenido concreto y sustantivo.

Un ejemplo de este tipo de crítica está implícito en el artículo de D. Maffía “Acción racional e irracional”.5 En efecto, en este trabajo Maffía utiliza dos elementos instrumentales distintos: en primer lugar, ofrece un diagnóstico de la sociedad y cultura ilustradas contemporáneas al hilo del concepto de racionalidad que ella considera como característico de esa sociedad y cultura. En segundo lugar, apela al trabajo de Gilligan como instancia de justificación de una racionalidad alternativa que sería el punto de partida de otros valores y otra cultura supuestamente mejores.

Ahora bien, lo que habría que dilucidar, en primer lugar, es si tal diagnóstico se puede mantener. Para ello habría que investigar si el concepto de racionalidad que opera en nuestra sociedad y cultura actuales es tal y como lo describe Maffía. En segundo lugar, habría que estudiar si los valores que encierran los resultados de Gilligan son susceptibles de construir una alternativa a los ya existentes, teniendo en cuenta su origen, su potencial emancipatorio y su credibilidad. Por último, habría que ver si cabe elaborar otra crítica anticipatorio-utópica que tenga en cuenta desde otro punto de vista teórico los resultados de Gilligan.

 

II

 

Respecto a la primera cuestión es cuanto menos apresurado identificar sin más la racionalidad contemporánea con la racionalidad medios/fines, o con la racionalidad que, según los teóricos de la decisión, modula el concepto de elección. Es éste un concepto de racionalidad por el que un sujeto elige, previo cálculo, entre diversos objetos alternativos al margen del contexto. Se trata, según Maffía, de un modelo de racionalidad que adolece de lo mismo que el modelo de desarrollo moral de Kohlberg, esto es, una racionalidad que no tiene en cuenta la modalidad de elección racional propia de las mujeres, la cual consistiría, al parecer, en una evaluación contextualizada, atendiendo a una compleja estructura de relaciones.

Al llegar a este punto cabría preguntarse dónde situamos otros conceptos de la racionalidad contemporánea que sí son contextuales y no se han enunciado como específicamente femeninos. Por ejemplo, la racionalidad que se define por la lógica de la situación, o, mejor aún, la racionalidad comunicativa anexa a los modelos delibera-tivos de democracia. Un desarrollo de este último tipo de racionalidad contemporánea lo defiende para la teoría feminista S. Benhabib,6 y no sólo como horizonte utópico, puesto que el mismo concepto de racionalidad, mediado por el de democracia, exige la contextualización; o, dicho de otra forma, el mismo concepto de democracia lleva enraizado en sí una idea de racionalidad deliberativa, de modo que los sujetos políticos no se comportan sólo como consumidores calculantes, ni tampoco tienen siempre un conjunto previamente ordenado de preferencias (de acuerdo con las cuales se supone que hacen los cálculos), sino que éste se construye en el mismo proceso deliberativo, como resultado.

El problema, pues, es doble: por un lado, si para elaborar un concepto alternativo de racionalidad es preciso incluir el contexto, en tal caso ya hay algunas alternativas de ese tipo a nuestra disposición, como acabamos de apuntar; y, por otro lado, la cuestión es si con ello se ha recogido una racionalidad específicamente femenina o, más bien, intereses femeninos (y feministas) dentro de la racionalidad. Si se replica que la racionalidad femenina atiende al contexto en un sentido diferente al de los modelos brevemente señalados, entonces habría que explicar en qué sentido es diferente y no simplemente dar por supuesto lo que se pretende demostrar. Mientras esto no suceda siempre acecha el peligro de una ontologización de la supuesta racionalidad femenina, una estrategia ésta, por otro lado, tan familiar al patriarcado. Basta acudir a la historia para constatar que siempre que hay reivindicaciones igualitaristas ocurre una reacción patriarcal esencialista (naturalista o espiritualista)7 que, cuando es benévola, reacuña el estereotipo genérico femenino aduciendo que lo característico de él son otros valores diferentes u otra racionalidad. Y para desarticular esta estrategia nada mejor que adoptar la postura contraria: un racionalismo nominalista8 el cual no implica conformarse sólo con el aspecto instrumental de la racionalidad ilustrada, sino que retomaría para desarrollarlo el aspecto sustantivo de tal racionalidad.

La segunda cuestión que nos planteábamos más arriba hacía referencia al problema de si los valores que encierran los resultados de Gilligan son los que siempre se han asignado a las mujeres por parte del patriarcado. De modo que la supuesta especificidad moral y de pensamiento femeninos coinciden con el fruto de una heterodesignación construida para la discriminación social y política. Y si éste es su origen no se aprecia cómo algo creado para excluir a las mujeres de todo campo de decisión puede convertirse en una alternativa emancipatoria. Nadie niega que al menos algunos de esos valores puedan ser positivos considerados en abstracto y defendidos desde posiciones de no discriminación. El problema radica en la defensa unilateral y en la inferioridad de condiciones de tales valores, pues no es suficiente con hacer la defensa teórica y declamatoria de unos valores, si no se está en situaciones de poder, para hacerlos valer efectivamente más allá de sus límites reconocidos. Por ejemplo: de qué les sirve a las mujeres hacer la defensa teórica y declamatoria de la ética del cuidado, si no están en las posiciones de poder necesarias para hacerla valer o para conseguir que la acepten fuera del genérico femenino. Lo más que se puede conseguir es que los sujetos que ya practican esa ética sin asunción consciente previa lo hagan ahora conscientemente, lo cual en modo alguno supone cambios en su situación de discriminación social y política.9 Así pues, si, bien por un lado hay que reconocer que la ética del cuidado tiene una importancia que hasta el momento no se ha tenido en cuenta, por otro, por sí misma no supone una alternativa emancipatoria. Dicho de otra forma: desde una óptica feminista es incontestable la parcialidad de la teoría del desarrollo moral de Kohlberg, asimismo es incontestable el hecho de que las mujeres pueden responder a otro patrón de comportamiento moral (teniendo en cuenta la socialización diferencial para el no poder que sufren),10 el cual debe ser tenido en cuenta tanto para explicar la situación de las mujeres como sujetos morales, políticos y sujetos sin más, como para elaborar una teoría moral y política y una ontología no discriminatorias. Sin embargo, todos estos reconocimientos, vale decir, el reconocimiento de las mujeres corno sujetos, no tienen validez fuera del propio genérico (y, por tanto, para el propio genérico, pues como ya Hegel enseñó no hay reconocimiento propiamente dicho si no está hecho por el otro), si previamente no está en una posición de poder. Esto que parece un círculo vicioso (a saber, que las mujeres no conseguimos reconocimiento porque carecemos de poder, y carecemos de poder precisamente por no ser reconocidas como iguales) se deshace si tenemos en cuenta que el poder se dice de muchas maneras, y que incluso el discurso o la resistencia son actos de poder;11 así, el feminismo de la diferencia realiza un acto de poder al surtir al discurso feminista de los rasgos de satisfacción que permiten asegurar la autoestima del genérico de las mujeres. Este es un momento necesario para poder realizar cualquier acción encaminada a provocar un cambio social, político y simbólico, pero no es el cambio mismo, y quien así lo pretende cae —como hemos dicho antes─ en un estoicismo impotente, cae en una trampa.

Frente a esto, otras pensadoras feministas exploran la vía de construir un genérico no estereotipado, un genérico lo suficientemente amplio y plural como para recoger la heterogeneidad de identidades que de hecho ofrecen las mujeres (en función de su pertenencia a una u otra clase, raza, religión o en función de su opción sexual...); se pretende definir un genérico carente de cualquiera de esos esencialismos que no sólo son paralizantes, sino que también hurtan la autonomía, la individualidad, a las mujeres al hacer de ellas ejemplares idénticos entre sí:12 madres, esposas o reserva de las esencias espirituales de la humanidad.

En esta línea está, por ejemplo, la propuesta de J. Butler13 que defiende la tesis de no dar contenido específico al genérico “mujeres”, pues el fundamento de la unidad de un grupo político, como el feminista, nunca puede ser la identidad como punto de partida, ya que esa categoría no es meramente descriptiva, sino normativa, y como toda categoría normativa corre el peligro de ser excluyente cuando cristaliza en una definición cerrada. Por eso, el genérico se convierte a su juicio en un amplio campo de diferencias, en un lugar permanente de apertura y resignificación, de manera que el término se libera de cualquier ontología esencialista (Butler ejemplifica con ontologías maternalistas o racistas) y se abre a nuevas configuraciones del mismo no anticipadas.

La interesante propuesta constructivista de Butler ha sido criticada con razón por Nancy Fraser14 que sostiene que el carácter irrestricto de la propuesta de Butler encierra peligrosas ambigüedades: no todas las resignificaciones tienen valor para el movimiento feminista. En efecto, que el término “genérico” sea susceptible de múltiples resignificaciones, no quiere decir que todas ellas sean válidas (para desarticular el sistema de dominación género-sexo), pues las hay que carecen de capacidad para impugnar la jerarquía impuesta por el patriarcado; tal es el caso de las resignificaciones voluntaristas y ‘estoizantes’ antes aludidas. Por el momento sólo tienen esa capacidad las resignificaciones cuyo marco normativo se enraíza en las tradiciones emancipatorias de cuño ilustrado, pues solo la razón ilustrada es susceptible de practicar la autocrítica por incumplimiento de, precisamente, su propia normatividad.

Así descrito, ese genérico está habitado por un sujeto colectivo cuya definición es negativa: tales sujetos son las oprimidas por el patriarcado en cualquiera de sus modalidades. El genérico como tal es un concepto activo, y los sujetos que constituyen su referente son identidades en permanente proceso constituyente, en permanente resignificación individual y alejamiento de la identidad recibida por heterodesigna-ción.15 Por todo ello el genérico no sería otra cosa que el precipitado simbólico de la lucha práctica, lucha que está orientada normativamente, en tanto que tiende siempre a universalizar cualquier valor que redunde en favor de la igualdad y que se presente como meta a alcanzar. La universalidad es, pues, en buena tradición ilustrada, su principio epistemológico guía, pero ─eso si─ entendida no como factum, sino como horizonte asintótico.

Esta propuesta configura otra crítica anticipatorio-utópica distinta a la diferencialista, en tanto que está hecha desde la óptica de la igualdad. Esta otra crítica (y ya estamos en la tercera de las cuestiones antes planteadas) recoge una nueva idea de universalidad e intenta desarrollar el concepto, también ilustrado, de racionalidad sustantiva. En esta línea está el intento teórico que elabora S. Benhabib,16 la cual reconoce los problemas del concepto de racionalidad ilustrada (fundamentalmente su formalismo y falsa universalidad) sin por ello renunciar completamente a ella. Se trataría de redefinir ese concepto de racionalidad acentuando precisamente su carga ilustrada mediante el desarrollo del aspecto contextual y de una universalidad “interactiva” (que da cabida a la pluralidad de modos de ser de los humanos sin establecer ni jerarquías morales ni políticas a partir de ahí) y no meramente “sustitutoria”, la que durante siglos ha presentado corno propios de todos los seres humanos las experiencias de un grupo especifico de sujetos ─varones, blancos, propietarios─ discriminando a quienes no son como ellos. Este concepto de racionalidad lleva anexa una ética de la justicia, pero quiere dar cabida a los valores propios de la ética del cuidado. Ahora bien, al poner el acento desde el punto de vista ético en la justicia y, desde el punto de vista epistemológico, en la universalidad, se pretende evitar el peligro de solipsismo intergenérico que se cierne sobre las tesis diferencialistas que venimos comentando.

En efecto, si uno/a se ubica de forma anticipatoria en la universalidad (si bien contemplando los aspectos contextuales diferenciales) para hacer la crítica a la sociedad y valores actuales, y para presentarla al mismo tiempo como ideal regulativo, entonces se está forzando la inclusión láctica de todos y todas en una universalidad no anticipada, sino real (al menos tentativamente).

No se puede ocultar que de esta forma en modo alguno se conjura el problema filosófico (ya clásico) del teoreticismo de la praxis. Pero al menos esta alternativa presenta, frente a otras, la ventaja de no rehuir el problema con soluciones que no son tales, sino, más bien, retiradas y reproducciones de lo ya sabido e instituido. Y, en todo caso, para conseguir ser sujeto, sujeto moral y político (que, como ya hemos visto, una cosa lleva a las otras), parece mejor camino de entrada escoger la igualdad nominalista en la que caben diferencias particulares e individuales, que la identidad esencialista que encierra diferencias ontológicas inamovibles.

 

 

1 GILLIGAN, C., La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino, México,

2 BENHABIB, S., “El otro generalizado y el otro concreto: la controversia Kohlberg-Gilligan y la teoría feminista”, en BENHABIB, S. y CORNELLA, D„ Teoría feminista y teoría crítica, Valencia, Edicions Alfons el Magnánim, 1990, p. 126.

3 Para el concepto de “heterodesignación”, cf. VALCARCEL, A., Sexo y filosofía. Sobre “mujer” y “poder”, Barcelona, Anthropos, 1991.

4 Cf. BENHABIB, S. Ibidem.

5 Cf. Hiparquia, Buenos Aires, Asociación Argentina de Mujeres en Filosofía, vol.V, N° 1, julio 1992, pp. 19-27.

6 Conferencia dictada el 10 de Mayo de 1993 en la Facultad de Filosofía de la

Universidad Complutense de Madrid.

7 Cf. VALCARCEL, A. op. cit. p. 144.

8 Para una lectura nominalista del feminismo cf. AMOROS, C., “A vueltas con el problema de los universales. Guillerminas, Roscelinas y Abelardas”, en Actas del Encuentro Hispano-Mexicano, México, 1987, pp. 476-485.

9 A este tipo de opciones diferencialistas C. Amorós las ha calificado de feminismo estoico o de voluntarismo valorativo, por su pretensión de hacer valer su decisión estipulativa de que es importante lo que hasta el momento de facto no lo ha sido, y ello sin tener presente las condiciones de posibilidad que pueden hacer valer o impedir esa decisión más allá de su grupo emisor. Cf. AMOROS, C., “A vueltas con el problema de los universales...”.

10 El fenómeno de la “socialización para el no-poder” ha sido estudiado por el grupo de antropólogas vascas que coordina Teresa del Valle. Cf., por ejemplo, su estudio Mujer vasca. Imagen y realidad, Barcelona, Anthropos, 1985.

11 Cf. VALCARCEL, A., op. cit. pp. 93 y ss.

12 Entendemos el concepto de “idénticas” en el sentido técnico acuñado por C. Amorós en su artículo “Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Notas sobre poder y principio de individuación” (en Arbor, Madrid, CSIC, n. 503-504, nov.-dic. 1987, pp. 112-127), según el cual las mujeres son las pobladoras del espacio privado en el que operan como indiscernibles, carentes de individualidad, frente al espacio público o espacio de los iguales donde se configura la individualidad por mutuo reconocimiento de los sujetos varones implicados como sujetos del contrato social.

13 BUTLER, J., “Contingent Foundations: Feminism and the Question of Postmodernism”, en Praxis International, 11, 2, July 1991, pp. 150-165.

14 FRASER, N., “False Antithesis: a Response to Seyla Benhabib and Judith Butler” en Praxis International, 11, 2, July, 1991, pp. 166-177.

15 De todos modos, este proceso de resignificación y de alejamiento de nuestro genérico no puede ni debe ser renegación de nuestro lugar de origen, dado que es nuestro punto de partida fáctico que nos configura. (Para esta cuestión, Cf. AMOROS, C., “El nuevo aspecto de la polis”, en La balsa de la Medusa, Madrid, Visor, 19-20, 1991, pp. 119-135).

16 Cf. BENHABIB, S., “El otro generalizado y el otro concreto...”

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