Acción racional e irracional
Diana Helena Maffía*
Universidad de Buenos Aires
La relación entre razón y género puede ser analizada en por lo menos dos grandes ámbitos. El de la razón teórica, conectado con importantes problemas de lógica, teoría del conocimiento y filosofía de la ciencia; y el de la razón práctica, con implicancias en la filosofía moral y política.
En un trabajo anterior[1] me ocupé del primer ámbito, señalando que la ciencia (y también la filosofía) se ha ocupado desde sus orígenes, y de manera consecuente, de proporcionar descripciones de la naturaleza femenina que ubican a la mujer en un lugar diferenciado y jerárquicamente inferior al del hombre. Aunque los argumentos varian, el método consiste siempre en:
a) señalar diferencias biológicas y psicológicas naturales e inevitables entre los hombres y mujeres;
b) jerarquizar esas diferencias de modo tal que las características femeninas son siempre e inescapablemente inferiores a las masculinas;
c) justificar en tal inferioridad biológica el status social de las mujeres.
En las teorías sobre el desarrollo psicológico y moral, el sesgo genérico consiste en elaborar una elaborar una teoría general del desarrollo sobre una base de observación exclusivamente masculina, luego de clasificar a las mujeres (no tomadas en cuenta al diseñar las categorías teóricas) según tales patrones. Las mujeres, cosa extraña, nunca o excepcionalmente alcanzan los estados superiores de desarrollo.
Un error sistemático de este tipo, que para un kuhniano constituiría una anomalía, y para un popperiano un severo llamado de atención sobre la teoría presupuesta, no ha sido considerado una falla en las hipótesis sobre el desarrollo sino una falla de las mujeres. El motivo por el que esto ocurre es sencillo: es difícil decir 'diferente' sin decir 'mejor' o 'peor'( puesto que como todo el mundo sabe, y aún las mujeres podemos comprender, toda diferencia se resuelve de manera jerárquica).
Como hay una tendencia a construir una sola escala de medición, y como esta escala se ha derivado generalmente de las interpretaciones de datos de investigación tomados predominantemente o exclusivamente de estudios de varones, y estandarizados sobre ellos los psicólogos han solido considerar el comportamiento masculino como “norma” y el comportamiento femenino como una especie de desviación de tal norma.
Una vez que la norma masculina está instalada socialmente, las mujeres tienden a acallar su especificidad. Sus valores y su evaluación de los conflictos morales muchas veces difieren, pero ellas dudan de la “normalidad” de sus juicios y sentimientos y los alteran por deferencia a la autoridad externa. Las mujeres parecen manejar así un doble código: el de evaluación pública y el de la evaluación privada.
Este problema ha recibido tratamiento en el muy estimulante libro de Carol Guilligan In a Different Voice[2], al que no me referiré en detalle en esta ponencia. Allí la autora fundamenta empíricamente su hipótesis de que habría dos modelos diferenciados de desarrollo moral, en la respuesta a tests y entrevistas que indican que la evolución moral de los hombres es diferente de la de las mujeres.
Siguiendo a Piaget, en que el desarrollo se define según el punto de madurez (punto hacia el cual tiende el progreso), Guilligan se propone escuchar la voz de las mujeres y detectar ese punto de madurez para volver a decodificar su concepción moral.
Si empezamos el estudio de las mujeres –dice Guilligan- y derivamos de sus vidas las elaboraciones del desarrollo, empiezan a surgir los lineamientos de una concepción moral distinta de la descripta por Freud, Piaget o Kohlberg, y conforman una descripción diferente del desarrollo. En esta concepción, el problema moral surge de responsabilidades en conflicto, y no de derechos competitivos, y para su resolución pide un modo de pensar que sea contextual y narrativo en lugar de formal y abstracto.
Esta concepción de la moral como preocupada por la actividad de dar cuidado, centra el desarrollo moral en torno del entendimiento de la responsabilidad y de las relaciones así como la concepción de la moralidad lo hace en el entendimiento de derechos y reglas.
Mientras que la concepción de principios de Kohlberg[3] (etapas cinco y seis) tiende a llegar a una resolución objetivamente justa o imparcial de los dilemas morales en que puedan convenir todas las personas racionales, la concepción de responsabilidad enfoca, en cambio, las limitaciones de cualquier resolución particular y describe los conflictos restantes por la justificación potencial de la indiferencia y el descuido.
Este modo de analizar los conflictos relativizándolos a un contexto es visto, desde la posición masculina, como una proverbial irracionalidad que guía la acción de las mujeres. “La donna è móbile qual piuma al vento” decía el duque de Mantua en el “Rigoletto” de Verdi. ¿Por qué? Podemos pensar que la desesperación de un físico de la época de Verdi tratando de servirse de la teoría de Newton para predecir la trayectoria de una pluma es comparable a la de un teórico de la decisión a la hora de vaticinar la resolución de una mujer ante un conflicto moral. Sin embargo, la desesperación del físico era la de no contar con datos suficientes sobre las condiciones iniciales. La del teórico de la decisión, es la de estar aplicando una herramienta teórica incompleta e inadecuada.
Es común considerar la racionalidad en el marco de una relación entre medios y fines. El sujeto racional es el que actúa eligiendo el mejor medio disponible para lograr un determinado fin. El concepto de racionalidad tendría aquí un aspecto normativo (nos indica qué debemos hacer para lograr un objetivo) pero también uno no normativo usado en la explicación, predicción e incluso descripción de la conducta humana. (En el nivel descriptivo, la narrativa histórica muchas veces hace uso del concepto de racionalidad).
El supuesto de que una persona actúa racionalmente, implica que podemos explicar o predecir un gran número de hechos posiblemente muy complicados sobre su conducta, en términos de un pequeño número de hipótesis más simples sobre sus fines u objetivos. Por el contrario, si un sujeto no actúa racionalmente, los fines u objetivos no nos permitirán explicar su conducta, habremos de recurrir a factores motivacionales más profundos y, en último término, a algunos supuestos sobre los mecanismos psicológicos subyacentes en la conducta humana. Si lo anteriormente expuesto es cierto, las mujeres actúan irracionalmente por definición (lo cual, por lo menos, opaca el interés empírico de la afirmación).
Una limitación muy importante de este concepto de conducta racional medios-fines es que se restringe la conducta racional a la elección entre medios alternativos respecto de un fin dado, pero no incluye la elección racional entre fines alternativos. Para superar esta limitación, los economistas de principios de siglo introdujeron un concepto de racionalidad más amplio, que define la conducta como una elección entre fines alternativos, sobre la base de un conjunto dado de preferencias y un conjunto de oportunidades (alternativas disponibles).
Observemos de paso que existe aquí el presupuesto de que a diferencia del conjunto de oportunidades, las preferencias son consideradas aquí (de acuerdo con el liberalismo que subyace al análisis) un ámbito de absoluta libertad. Como mujeres, bien podríamos objetar que en un contexto de opresión la voluntad misma está sujeta, y los deseos, fines y objetivos de un individuo son manipulados.
En su versión contemporánea, la teoría de la decisión define como racional una acción (y a su agente) basándose en el concepto de elección. El sujeto elige racionalmente cuando elige el curso de acción con mayor utilidad esperada. ¿Pero cómo se elige entre diversos cursos de acción? Según mi hipótesis en este trabajo, al considerar el modo en que el sujeto evalúa los cursos de acción posibles en una situación dada, se considera el modo de evaluar del sujeto masculino, y así las mujeres quedamos nuevamente fuera de la racionalidad desde el principio.
Se supone que el sujeto debe elegir entre diversos cursos de acción, y lo hace considerando las consecuencias que cada curso de acción puede tener. A esas consecuencias les otorga un valor de probabilidad y uno de preferencia, los que multiplicados entre sí para cada consecuencia, y sumadas las consecuencias de cada curso de acción, dan la utilidad esperada de tal curso de acción. La utilidad esperada permite jerarquizar los cursos de acción según una relación de orden, y determinar cuál es la elección racional en esa situación.
Por cierto, esta teoría tiene un desarrollo lógico complejo, pues cada uno de estos conceptos está definido formalmente. Pero no me interesa aquí revisar sus condiciones formales, aunque trabajos recientes muestran que desde el punto de vista lógico se puede realizar una crítica paralela a la que aquí me propongo.[4]
La imagen de la elección entre cursos de acción es aquí la imagen de un sujeto eligiendo entre mercancías, o entre objetos aislables de su contexto, y por cierto eligiendo de manera imparcial entre todas las alternativas posibles. Pero, como hemos visto antes, no es así como las mujeres evalúan sus cursos de acción. Más bien lo hacen considerando una compleja estructura de relaciones, y es toda esa estructura la que está sometida a evaluación. Por eso la mujer decide desde una perspectiva y condicionando su elección a un contexto. Sus elecciones son prima facie.
Pero si tratamos de someter cada término condicionalmente a un contexto, y tratamos de mostrar la elección como una situación donde el sujeto no recibe pasivamente las alternativas sino que tiene una expectativa previa, una red cambiante de deseos que deja en la sombra gran parte de las alternativas lógica y empíricamente posibles, iluminando sólo algunas de ellas para tomarlas en consideración, la teoría ya no sirve.
Quisiera insistir en que la objeción que hago se refiere a la naturaleza moral y epistémica del sujeto tomado en cuenta al elaborar la teoría, y no al grado de sofisticación de la teoría misma. De hecho, el concepto de decisión recibe modificaciones ulteriores porque no cubre las conductas racionales en situaciones de juego (donde el resultado depende de la conducta de dos o más individuos racionales que pueden tener intereses parcial o totalmente divergentes). Las condiciones formales en este caso son diferentes, porque en general cada jugador no conoce la estrategia del otro y no puede asignar así valores de probabilidad a los diversos resultados posibles.
Los juegos pueden ser cooperativos o no-cooperativos (según los jugadores hagan o no acuerdos completamente obligatorios, compromisos completamente exigibles, tratos que deben ser absolutamente implementados si se dan las condiciones estipuladas etc.).[5] En la literatura ética se ha usado el llamado “dilema del prisionero” para analizar soluciones cooperativas y no-cooperativas y su respectiva satisfacción del autointerés. La consideración del juego cooperativo se ha hecho sumamente sofisticada, tomando en cuenta la posibilidad o no de comunicación entre los jugadores, si pueden establecer sus compromisos en público o no, si pueden o no hacer promesas, compromisos o tratos unilaterales, y otras especificaciones que refinan el análisis. Sin embargo, en el aspecto que nos interesa aquí (el “modelo de desarrollo moral” presupuesto en la definición de conducta racional) esas modificaciones no nos benefician.
Tampoco puede afirmarse que esa descripción de la acción racional quede restringida a situaciones muy específicas sin trascendencia moral, pues la aspiración es claramente más abarcadora. Así, por ejemplo, John Harsanyi extiende estos presupuestos a la ética cuando propone una teoría general de la conducta racional consistente en tres ramas:[6]
1. Una teoría de la utilidad, que es la teoría de la conducta racional individual bajo certeza, bajo riesgo y bajo incertidumbre. Su principal resultado es que en estos tres casos la conducta racional consiste en la maximización de la utilidad o en la maximización de la utilidad esperada.
2. Teoría de juegos, que es la teoría de la conducta racional de dos o más individuos racionales que interactúan, cada uno determinado a maximizar sus propios intereses, sean egoístas o no egoístas, tal como están especificados por su propia función de utilidad. (Aunque bien puede ser que todos o algunos de los jugadores asignen altas utilidades a objetivos claramente altruistas, esto no necesariamente evita un conflicto de intereses entre ellos porque es posible que ellos asignen altas utilidades a objetivos altruistas bien diferentes y tal vez en fuerte conflicto.)
3. Ética, que es la teoría de los juicios racionales de valor moral, i.e. de los juicios racionales de preferencia basados en criterios imparciales e impersonales. Intenté mostrar que los juicios racionales de valor moral involucrarán la maximización del nivel de utilidad promedio de todos los individuos en la sociedad. Mientras que la teoría de juegos es una teoría de los conflictos de intereses individuales (pero no necesariamente egoístas), se puede ver a la ética como una teoría de los intereses comunes (o del bienestar general) de la sociedad como un todo.
El interés común de la sociedad consiste en una especie de promedio de intereses definidos de manera individualista, y el juzgar moral, si ha de ser racional, estará basado en criterios imparciales e impersonales. No cabe aquí el contexto, el perspectivismo, la relación personal, el cuidado.
En conclusión, no creo que los defectos y fallas de la teoría se solucionen ajustando formalmente sus elementos, porque creo que surgen de la descripción misma de naturaleza humana que presuponen. Y por cierto, no estoy dispuesta a admitir la muy vulgar alegación de irracionalidad de la acción femenina por el simple hecho de no encajar en la teoría.
No quisiera, sin embargo, finalizar este trabajo negativo. Sugeriré entonces que, desde mi punto de vista, la noción misma de racionalidad debe ser revisada. Tanto la racionalidad teórica cuanto la práctica. Y que tal modificación debe hacerse en la línea de la incorporación y revalorización de aspectos emocionales en el conocimiento y la moral.[7]
* Una versión preliminar de este artículo fue leída en el II Encuentro de Filosofía Internacional de Filosofía Feminista.
[1] Maffia, D., “Razón y género”, Hiparquia, vol. III, n° 1 (1990).
[2] Gilligan, C., In a Different Voice. Psychological Theory and Women’s Development, Cambridge, Harvard University Press, 1982.
[3] Kohelberg, L., The Philosophy of Moral Development, San Francisco, Harper and Row, 1981.
[4] Zuleta, H., “Elección social y Libertad”, Cuadernos de Investigación N° 19, Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales “Ambrosio L. Gioja”. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. UBA, 1989.
[5] La distinción entre juegos cooperativos y no-cooperativos fue introducida por John Nash, “Non-cooperative games”, Annals of Mathematics, 54 (1951).
[6] Harsanyi, John, “Advances in Understanding Rational Behavior”, en Elster John, Rational Choice, Oxford, Basil Blackwell, 1986. (Traducción D. H. M., subrayado en el original)
[7] Me han resultado muy iluminadoras las ideas de Alison Jaggar, “Love and Knowledge: emotion in feminist Epistemology”, en Jaggar, A. & Bordo, S., Gender/body/Knowledge, Feminist Reconstructions of Being and Knowing, Rutgers U. P. , 1989.