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Antígona y el traspié de la ironía hegeliana

Mónica L. Cabrera y Graciela A. Vidiella

 

"La femineidad, esa eterna ironía de la comunidad”

Hegel, Fenomenología del Espíritu, p. 281.

 

I

 

El modo de considerar a la naturaleza de lo femenino en la obra de un autor como Hegel, parecería que sólo tiene el valor de una curiosidad histórica, por lo obvia­mente anacrónico. Sin embargo resulta aleccionador si se piensa en la vigencia de los prejuicios con que suele juzgarse el rol de la mujer en la sociedad desde los dife­rentes campos del quehacer humano.

El lugar donde el filósofo proporciona un tratamiento más sistemático y. conceptual del tema es en la Fenomenolo­gía del Espíritu, al tratar la tragedia de Antígona en el capitulo dedicado a la eticidad griega. La bella prosa hegeliana, puesta al servicio del espíritu absoluto, se empeña en desplegar una serie de conceptos para explicar la carencia de racionalidad que, por naturaleza, le corres­ponde a la mujer.

A fin de comprender cabalmente el análisis de Hegel a este respecto conviene, en primer lugar, presentar una síntesis de las páginas que le dedica en la obra citada.

Según el autor, la eticidad griega se caracteriza por la ausencia de reflexión con respecto a la naturaleza de leyes que conforman la polis. Esta inmediatez es propia de todo primer momento del proceso dialéctico -recuérdese que la eticidad aparece en la Fenomenología como la prime­ra figura correspondiente al espíritu- en el cual la contradicción que permitirá arribar a una verdad más acabada, aún no se ha manifestado. En este contexto apacible y armónico, los ciudadanos tienen conciencia de pertenecer a esa comunidad y se identifican con sus leyes sin juzgarlas, guardando con ellas una relación inmediata y simple que Hegel denomina bella eticidad. Sin embargo, debido a esta adhesión irreflexiva, el equilibrio de la polis es precario, y está por ello destinado a quebrarse cuando irrumpa la acción individual que pondrá de manifiesto la existencia de un conflicto subyacente.

El ámbito de la eticidad está conformado por dos tipos de leyes: la humana y la divina. La primera rige para todos los individuos en el marco de la comunidad política, es clara, manifiesta y conocida, y adquiere su representa­tividad a través del gobierno. Sin embargo, esta ley se nutre de otra, oscura y oculta que se expresa en la fami­lia y los penales. La ley divina es el fondo sobre el que se recorta la acción consciente. Ambas leyes son com­plementarías, la humana se apoya en la divina y esta adquiere su realidad en la humana. A pesar de ello, esta complementariedad no es conocida por los ciudadanos de la polis, que aún no alcanzan un pensamiento especulativo respecto de sus propias instituciones. Desde el punto de vista del sistema hegeliano, esta primera aparición del espíritu es conciencia, es decir, certeza inmediata, pero debe devenir autoconciencia, movimiento reflexivo donde dicha certeza alcance su verdad. Este proceso se llevará a cabo mediante un conflicto que, según Hegel, resulta expresado en forma paradigmática por la tragedia Antígona.

 

II

 

La acción dramática de Antígona revela lo provisorio del equilibrio simple de la bella eticidad, al poner de manifiesto el juego de oposiciones cuyo efecto inmediato será el desmoronamiento de la polis.

Según la interpretación hegeliana, esta tragedia evidencia un conflicto entre saberes en relación a las dos leyes mencionadas. Cada protagonista supone que conoce ambas leyes, pero, al actuar, sólo se afirma en una de ellas, quedando así de manifiesto su ignorancia respecto de la otra.

No es casual que quien esgrima la ley divina sea una mujer, Antígona, y el defensor de la ley humana, un hombre, Creonte, ya que la naturaleza, al otorgar los sexos da a cada uno de ellos a una ley. Hegel le adscribe naturaleza femenina un estadio inferior en la eticidad. La acción, de Antígona, a través de la cual se cumple la ley de la mujer, nace de un sentimiento, -y no de un saber de la piedad. Esta "ha sido expuesta fundamentalmente como la ley de la mujer, como la ley de sustancialidad subjetiva sen-sible, de la interioridad que aún no ha alcanzado su perfecta realización, como la ley de los antiguos dio­ses, de los dioses subterráneos"[1]. Con esta determinación el espacio propio de la mujer se desarrolla en la intimi­dad familiar, no pudiendo trascender al ámbito público, destinado exclusivamente al varón. Lo masculino es la expresión de lo espiritual, "el hombre tiene, por ello, su efectiva vida sustancial en el estado, la ciencia, etc..”[2]

Esta caracterización de la mujer circunscripta al gine­ceo está explicada por la función social que Hegel le asigna a la familia en la Grecia clásica. A esta institu­ción le compete llevar a cabo dos tareas decisivas para la vida social. En primer lugar educar al joven, futuro ciudadano de la polis. Desde este punto de vista, el rol que desempeña es meramente negativo, porque la educación culmina con el abandono de la familia y el pasaje del joven a la esfera pública. En segundo lugar, el culto a los muertos, como su función más específica, ya que a través de éste hace cumplir la ley divina. Este rito reviste una significación cultural importante porque posi­bilita la interrupción de la acción destructora de la naturaleza, y hace perder a la muerte su sentido meramente biológico. Si este oficio no se lleva a cabo, se condena al alma a vagar eternamente sin hallar su lugar de reposo.

En la tragedia de Sófocles, este culto es realizado por Antígona, respecto de su hermano Polinices. Su insis­tencia en efectuar el acto, a pesar de la prohibición de Creonte, es explicada por la propia heroína: "¿En virtud de qué principio digo esto? Que esposo, muerto uno, podría tener otro, y un hijo de otro hombre, si un hijo perdiese; pero no hay hermano que pueda nacer ya, cuando padre y madre están ocultos en el Hades." [3] Teniendo en cuenta este argumento, Hegel le atribuye al vinculo hermano-herma­na una investidura ética peculiar, que no alcanzan otras relaciones familiares. Por una parte lo considera como una relación ética exenta de naturalidad, y, por ello, genuinamente espiritual, característica que no reviste el vínculo de la mujer con su marido o hijos En el primer caso, la relación espiritual entre los esposos está afecta­da por un elemento natural, 1a sexualidad, que impide un reconocimiento ético. Este, en la relación de los padres hacia los hijos no puede ser simétrico, porque se tiene conciencia de que ese otro, el hijo, es, en parte, un extraño que no encontrará su identidad en el lazo con sus padres sino sólo cuando logre separarse de ellos. Respecto de los hijos hacia los padres, aquellos saben que no pueden reconocerse en un otro destinado naturalmente a desaparecer primero.

Estas son las razones que esgrime Hegel para explicar por qué la mujer, en ambas relaciones sólo es tenida en cuenta en su rol de mujer en general, es decir, como esposa y madre, pero no como una persona singular. Este reconocimiento sólo se dará a través del vínculo con el hermano, "puro y sin mezcla de relación natural..." que es, por tanto, la única constitución ética posible para la mujer en la comunidad política, "pues se halla
vinculado al equilibrio de la sangre y a la relación exenta
de apetencia. Por eso la pérdida del hermano es irreparable para a hermana, y su deber hacia él es el más alto de todos”[4]. En una sociedad patriarcal como la griega, en la que el reconocimiento social de la mujer depende exclu­sivamente de los varones de su familia, resulta así expli­cada la seguridad con la que Antígona lleva a cabo su acción, aún a sabiendas de que el único resultado es su muerte. Con la desaparición de todos los hombres de su familia, su identidad social pierde el sustrato.

Las razones expuestas por Hegel a fin de privilegiar la relación hermano-hermana en su conexión con la natura­leza de lo femenino, le sirven para explicar la acción de Antígona. Tanto en el contexto de la tragedia como en el de la bella eticidad, ésta es interpretada como el resultado de su piadosa adscripción a la ley divina, opuesta a la racionalidad de la ley de la polis.

Aunque ambos protagonistas son considerados como igualmente responsables del derrumbe de la eticidad bella, es posible comprender su incidencia en la tragedia con matices diferentes. Si bien Creonte es culpable de ruptura del equilibrio por desconocer a la ley divina, en la cual se asienta la polis, representa a la ley mani­fiesta y transparente, a la legalidad universal instaurada por los hombres Por tanto, desde la perspectiva del espíritu absoluto, su actuación puede ser evaluada como más progresista porque contiene, aunque en forma embrionaria, los elementos fundantes del orden político que instituye la razón.

Antígona es responsable de infringir la ley humana y, en tal sentido, también causante de la caída de la polis, Pero no hay en ella, por ser mujer, el elemento de racionalidad que Hegel rescata en la actitud de Creonte. La femineidad aparece como un poder disolvente de la comunidad, La acción de Antígona se opone a la universalidad política desde la particularidad natural de la familia y convierte lo público en un fin privado y contingente.

 

 

III

 

En síntesis, según la interpretación hegeliana, la obra de Sófocles presenta dos héroes trágicos que se rela­cionan de manera simétrica. Esta relación se constituye a partir de un saber y un no saber, ambos parciales, con respecto a cada una de las leyes. Este desconocimiento de una parte de la verdad los impulsa a cometer hybris.

Sin embargo, si nos atenemos a la caracterización clá­sica del héroe trágico, podría pensarse que sólo Creonte la cumple de manera cabal. En efecto, si bien los factores desencadenantes del conflicto serían tanto la prohibición de Creonte como la acción de Antígona de enterrar a Polini­ces, las peripecias sólo le ocurren al rey. Él es el único que, en el desenlace, reconoce su responsabilidad en las desgracias acaecidas y se arrepiente[5]. Esto estaría más de acuerdo con la intención del mismo Sófocles de atribuir a Antígona el saber de una justicia superior a la pretendida da por Creonte[6]. La ley de éste desconoce el elemento sustancial (la ley divina) en el cual se asienta y resulta arbitraria e injusta por no concordar con "aquellas leyes no escritas..." reconocidas por todos. Esto se pone de manifiesto en las intervenciones de otros personajes, que intentan disuadir a Creonte de su actitud, advirtiéndole, asimismo, de las consecuencias trágicas que puede acarrear su obcecación[7].

Para sustentar su versión, Hegel, como se dijo, realiza una caracterización de la subjetividad femenina que parte de la adscripción, por naturaleza, de una ley para cada sexo. La ciega sujeción a la ley divina representa un estadio inferior en el progresivo desarrollo de la comuni­dad política humana. Por ello, aunque Hegel presente a ambos personaje como simétricos en cuanto a lo que saben y a lo que desconocen, intentando de esta manera explicar su comprensión de la  eticidad griega, esta simetría no resulta acorde con su propio punto de vista. En efecto, Creonte da cumplimiento a la ley humana desconociendo a la divina, a partir de una elección política. Pudo haber
desistido de su actitud, evitando la tragedia, como, en efecto, intentó hacerlo conveniido por Tiresias, aunque ya tarde. A Antígona, en cambio, no le cabía posibilidad de elección. Su propia naturaleza femenina la condicionaba a no poder tener comprensión de otra ley que no fuera la divina. Tal como ya se indicó, la pérdida del hermano significaba, para la mujer, la pérdida de su propia identi­dad y de su reconocimiento en el seno de la comunidad.

Podría señalarse otra inconsistencia en la versión que estarnos considerando. Según se mostró, la irrupción de la acción individual pone de manifiesto la inestabilidad inmanente a la bella eticidad. En el sistema hegeliano, toda inmediatez se revela como insuficiente, y este carácter resulta explicitado por la contradicción inherente al movimiento dialéctico. En ella se hacen presentes, de manera incipiente, las características propias de la figura subsiguiente, más integradora, y, por lo tanto, superior. Por ende, si es la irrupción de la acción indi­vidual la que provoca la caída de la polis, podría sospecharse que en ambos protagonistas de la tragedia aparecen ciertos que adelantan el desarrollo ulterior. Es en el Estado del derecho romano, donde se logra un primer reconocimiento del derecho del individuo como persona jurídica. Según esto, puede advertirse un aspecto negativo en el resultado de la dialéctica anterior: la destrucción de la comunidad ética, pero también un aspecto positivo, la revalorización del individuo. En efecto, en el mundo ético, éste quedaba subsumido por la familia y por el Esta­do[8]. Siguiendo esta línea argumentativa, podría preguntarse por qué razón Hegel no reivindica en Antígona este rasgo que insinúa un proceso de individuación. Dicho proceso culminará, en figuras posteriores, con el reconoci­miento pleno del individuo por el Estado, y viceversa. En lugar de ello, presenta su acción subsumida a la con­tingencia disolvente de los intereses familiares.

Hegel no rescata en la protagonista, como podría hacerlo, una actitud justiciera y, en tal sentido, expresión de ciertos valores universales, sino que caracteriza a lo femenino como un elemento perturbador del orden políti­co. La polis se derrumba devorada por la intriga femenina, "la eterna ironía de la comunidad", que hace prevalecer lo particular por sobre la universalidad del Estado. Resul­ta en este punto interesante la comparación entre el tra­tamiento dado por el autor a la figura de Sócrates y a la de Antígona. En Lecciones sobre 1a filosofía de la historia universal se refiere al juicio del Estado atenien­se contra Sócrates  y considera justa la condena porque el filósofo ponía en cuestionamiento las leyes estableci­das. Sin embargo, desde el punto de vista del espíritu absoluto, Sócrates[9] representa un desarrollo superior de la eticidad. A diferencia del hombre griego, que actuaba de manera irreflexiva, aquél poseía conciencia moral, es decir, era capaz de indagar sobre los fundamentos uni­versales de las acciones. En cambio, en la tragedia, ni Creonte ni Antígona podían acceder a esta reflexión, pero en el caso de Antígona, por tratarse de una mujer, ni siquiera podía aspirar a la eticidad. Hegel es aún más explícito al respecto en la Filosofía del Derecho, cuando, al tratar la institución familiar, afirma: "La diferencia entre el hombre y la mujer es la que hay entre el animal y la planta; el animal corresponde más al carácter del hombre, la planta más al de la mujer, que está más cerca­na al tranquilo desarrollo que tiene como principio la unidad indeterminada de la sensación. El Estado correría peligro si hubiera mujeres a la cabeza del gobierno, porque no actúan según exigencias de la universalidad, sino si­guiendo opiniones e inclinaciones contingentes"[10]. Aunque pueda admitirse que entre los griegos la mujer cumplía el rol descripto por Hegel, resulta sospechoso que el filósofo de la dialéctica, empeñado en explicitar todo acaecer como una manifestación cultural e históricamente determinada, trate a la subjetividad femenina, -y a su contrapartida, la masculina- con carácter de esencias inmodificables.

       Tal vez una lectura prejuiciosa de la tragedia de Sófocles permitiría mostrar a Antígona como una mujer capaz de desafiar un orden que considera injusto y con

Convicciones tan firmes que la llevan a subordinar el interés particular de su propia vida al valor universal de la justicia. Parecería que la intención del mismo Sófocles apunta en esta dirección. A pesar de que Hegel hace comprensiva la acción de la protagonista desde un lugar exclusivamente femenino, el propio desarrollo de la tragedia muestra a todos los personajes masculinos con excepción de Creonte, haciendo causa común con la muchacha.

Por otra parte, la versión hegeliana disminuye la talla de Antígona hasta presentarla como un personaje reacciona­rio aún para su época, polque asume un principio inferior en las relaciones sociales constitutivas de la eticidad, y, en tal sentido, más ligado a la irracionalidad de la naturaleza, que a la racionalidad de la política. Sin embargo, la actitud de Antígona es doblemente revolucionaria. No sólo desafía, como ya se indicó, la ley positiva que considera injusta sino también el lugar de sumisión de la mujer, condenada al espacio privado de la familia, convirtiendo su reclamo en un objetivo público del cual se apropia el resto del pueblo.

 

 

 

IV

 

No hemos elegido el tratamiento dado por Hegel a tragedia de Antígona como una simple curiosidad histórica. Resulta obvio que la presencia de la  mujer en la vida pública suele prestarse aún hoy a  interpretaciones prejuiciosas, sobre todo si implica algún cuestionamiento al orden establecido.

Durante la última dictadura militar argentina, las únicas que lograron desafiar el imperio del terror ganando un espacio público,  no sólo nivel nacional sino también internacional, fueron mujeres, las Madres de Plaza de Mayo. A partir de una actitud profundamente comprometida supieron crear una efectiva de lucha  que se convirtió en el único foco de resistencia activa. Pero, por esos años y, en cierta forma, aún hoy, la “opinión pública” argentina se ocupó de degradar esa acción con explicaciones similares a las hegelianas. El reclamo de las Madres fue impugnado desde discursos de diversa extracción. Para algunos eran “las locas”, otros, con argumentos pretendidamente racionales, objetaban la validez universal de la denuncia porque provenía de madres, de mujeres motivadas únicamente, igual que Antígona, por los "oscuros lazos de la sangre"

Cabe preguntarse por qué es objetable hacer pública una demanda ética por el mero hecho de que probablemente esté motivada por un interés particular, como si fuera posible determinar exhaustivamente si son los grandes ideales intangibles o las oscuras pasiones lo que impulsa las acciones de los hombres.

Así como la figura de Antígona ha recorrido, desde Sófocles a Marechal, y a pesar de Hegel, la historia del teatro como un símbolo de rebeldía a la arbitrariedad del poder, probablemente las Madres serán recordadas como el último baluarte ético de una sociedad desgarrada por otra tragedia.



[1] Hegel,  Principios de la filosofía del derecho, Bs.As., Sudamericana, 1975, &166, obs., p.213.

[2] Hegel, op. cit. &166, p 212.

[3] Sófocles, Antígona, en "Teatro Griego", Madrid, Aguilar, 1978, p.299.

[4] Hegel, Fenomenología del espíritu, México, Fondo de cultura económica, 1966, p. 269.

[5] Sófocles, op. cit., p. 306

[6] Ver, por ej. Antígona, Introducción, notas y trad. de L. Pinkler y A. Vigo, Biblos, 1987.

[7] Sófocles, op. cit. intervenciones de: Guardia (p.289), Hemon (p.295- 6, 301), Tiresias (p. 300-1 ).

[8] Vals Plana, R., Del yo al nosotros, Barcelona, Editorial Laja, 1971, p.218 y siguientes.

[9] Hegel, G.W.F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Revista de Occidente, 1974, p.484.

[10] Hegel, G.W.F., Principos de la filosofía del derecho, Bs.As., Sudame­ricana, 1975, &165, Agregado, p.213.

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